COMENTARIO AL
EVANGELIO DEL DÍA
LUNES DE LA OCTAVA DE
PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
El
Espíritu Santo es Aquel que nos hace reconocer en Cristo al Señor, y nos hace
pronunciar la profesión de fe de la Iglesia: «Jesús es el Señor» (cf. 1 Co 12,
3b). Señor es el título atribuido a Dios en el Antiguo Testamento, título que
en la lectura de la Biblia tomaba el lugar de su nombre impronunciable. El
Credo de la Iglesia no es sino el desarrollo de lo que se dice con esta
sencilla afirmación: «Jesús es Señor». De esta profesión de fe san Pablo nos
dice que se trata precisamente de la palabra y de la obra del Espíritu. Si
queremos estar en el Espíritu Santo, debemos adherirnos a este Credo.
Haciéndolo nuestro, aceptándolo como nuestra palabra, accedemos a la obra del
Espíritu Santo. La expresión «Jesús es Señor» se puede leer en los dos
sentidos. Significa: Jesús es Dios y, al mismo tiempo, Dios es Jesús. El
Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad: Jesús tiene dignidad divina, y Dios
tiene el rostro humano de Jesús. Dios se muestra en Jesús, y con ello nos da la
verdad sobre nosotros mismos. Dejarse iluminar en lo más profundo por esta
palabra es el acontecimiento de Pentecostés. Al rezar el Credo entramos en el
misterio del primer Pentecostés: del desconcierto de Babel, de aquellas voces
que resuenan una contra otra, y produce una transformación radical: la
multiplicidad se hace unidad multiforme, por el poder unificador de la Verdad
crece la comprensión. En el Credo, que nos une desde todos los lugares de la
Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante el
Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aun en la diversidad de las lenguas,
a través de la fe, la esperanza y el amor.
El
pasaje evangélico nos ofrece, después, una imagen maravillosa para aclarar la
conexión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre: el Espíritu Santo se
presenta como el soplo de Jesucristo resucitado (cf. Jn 20, 22). El evangelista
san Juan retoma aquí una imagen del relato de la creación, donde se dice que
Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida (cf. Gn 2, 7). El soplo de
Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida,
el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la
familia de Dios. Con el Bautismo y la Confirmación se nos hace este don de modo
específico, y con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite
continuamente: el Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los
sacramentos, cada uno a su manera, comunican al hombre la vida divina, gracias
al Espíritu Santo que actúa en ellos.
Benedicto XVI, 12 de
junio de 2011