domingo, 28 de febrero de 2021

LAS DULZURAS DE DIOS. San Alfonso María de Ligorio

 COMENTARIO AL EVANGELIO

II Domingo de Cuaresma

San Alfonso María de Ligorio


DEL PARAÍSO

Domine, bonum est noc hic esse.

Señor, bueno es estarnos aquí

(Matth. XVII, 4)

En el presente Evangelio se lee, que queriendo un día nuestro divino Salvador dar a sus discípulos una idea de la belleza del Paraíso, para animarles a trabajar por la gloria divina, se transfiguró en presencia de ellos, y les hizo ver la belleza de su semblante. San Pedro, entonces, al sentir una alegría y una dulzura tan inexplicable, exclamó diciendo: Domine, bonum est noc hic esse. «Señor, detengámonos en éste sitio, no nos vayamos de aquí, porque vuestra vista sola me consuela más que todas las delicias de la tierra». Hermanos míos, trabajemos el tiempo que nos queda de vida para el Paraíso, que es bien tan grande, que Jesucristo quiso ofrecer su vida en la cruz para abrirnos tal entrada en él. Sabed, que la mayor pena que atormenta a los condenados en el Infierno es la de haber perdido el Paraíso por su culpa. Los bienes que hay allí, sus delicias y alegrías, y sus dulzuras, pueden conquistarse; más no se pueden explicar ni comprender. Solamente pueden comprenderlas aquellas almas felices que las están gozando. Digamos, sin embargo, lo poco que de ellas puede decirse humanamente, apoyándonos en la santa Escritura.

1. El Apóstol dice: «Ni ojo alguno vió, ni oreja oyó, ni en el corazón del hombre cupo jamás lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman»: Oculus non vidit, nec auris audivit, neque in cor hominis ascendit, quœ prœparavii Dominus iis, qui diligunt illum. (I. Cor. II, 9). En este mundo no podemos tener idea de otros bienes que los temporales de que gozamos por medio de los sentidos. Pensemos, pues, que el Paraíso es bello como lo es una campiña en tiempo de primavera, cuando el campo y los árboles están floridos, y vuelan y cantan las avecillas en torno nuestro. O como un jardín lleno de flores y de frutas, rodeado de fuentes y arroyuelos que serpentean por doquier. Cualquiera al verse en estos sitios, dice: «¡Que Paraíso tan delicioso!» Empero, ¡cuanto exceden a estas bellezas las bellezas y delicias del Paraíso! Escribiendo acerca de esto San Bernardo, dice: «Si quieres comprender, ¡oh mortal! las cosas que hay en el Paraíso, sepas que en aquella patria feliz no hay nada que pueda desagradarte, y que se halla todo en ella que puedas desear». Si este mundo puede presentarnos algunas cosas que lisonjean nuestros sentidos, ¡cuantas cosas nos presentan también que nos afligen! Si nos place la luz del día, nos entristece la oscuridad de la noche: si nos complace la amenidad de la primavera y del otoño, nos aflige el frío del invierno y el calor del estío. Juntad a esto las penas que nos acarrean las enfermedades, las persecuciones de los hombres, las incomodidades de la pobreza. Juntad también las angustias del espíritu, los temores, las tentaciones del demonio, la ansiedad de la conciencia, la incertidumbre de la salvación eterna.

2. Pero, desde el punto que los justos entran en el Paraíso, cesan todos esos afanes: Absterget Deus omnem lacryman ab oculis eorum: Dios enjuga de sus ojos todas las lágrimas que derramaron mientras permanecieron en la tierra. Y para ellos no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor: «porque las cosas de antes son pasadas» (Apoc. XXI, 4 y 5). En el Paraíso no hay muerte, ni temor de morir; no hay dolores, ni enfermedades, ni pobreza, ni incomodidades, ni vicisitudes, ni frío, ni calor: sólo hay allí un día eterno siempre sereno, una primavera continua siempre florida y deliciosa. No hay persecuciones y envidias; porque todos se aman eternamente, y cada cual goza del bien del otro como si fuere propio suyo. Tampoco hay allí temor de perderse, porque el alma confirmada por Dios en la gracia divina, no puede ya pecar ni perder a Dios.

3. Totum est quod velis: «En el Paraíso se encuentra cuanto podemos desear»: Ecce nova facia omnia: Todo es nuevo allí: las bellezas, las alegrías, las delicias, y todo saciará nuestros deseos. Se saciará la vista, viendo aquella ciudad de Dios tan magnífica y hermosa. ¡Qué placer sería para nosotros ver una ciudad, cuyas calles fuesen de cristal, las casas de plata, y las ventanas de oro, y estuvieran todas adornadas con flores más fragantes y exquisitas! Pero ¡cuanto más bella que ésta será la ciudad esplendorosa del Paraíso! La belleza de los ciudadanos dará nuevo realce a la la belleza de la ciudad: todos ellos visten como reyes, porque todos lo son en realidad, como dice San Agustín: Quot cives, tot reges. ¡Que placer será mirar a la Reina María Santísima, que se dejará ver más bella que todos los demás habitantes del Paraíso! ¡Que placer será ver después la belleza de Jesucristo! Apenas vió Santa Teresa una mano de nuestro divino Redentor Jesús, se quedó absorta de contemplar tanta belleza. El olfato se saciará de perfumes, pero de perfumes del Paraíso. El oído se saciará de armonías celestes. San Francisco oyó una vez al instrumento que tañía un ángel, y casi murió de gozo. ¿Que será, pues, oír cantar a los santos y a los ángeles las alabanzas del Creador del Cielo y Redentor de los hombres? In sæcula sæculorum laudabunt te: «Alabarte han por los siglos de los siglos» (Ps. LXXXIII, 5). ¿Qué será, oír cantar a María alabando a Dios? San Francisco de Sales, dice que la voz de María será semejante a la de un ruiseñor en un bosque, que canta más dulcemente que los demás pajarillos que se oyen alrededor. Finalmente, en el Paraíso se hallan cuantas delicias podemos desear e imaginar.

4. Empero, las delicias que hemos considerado hasta aquí son los menores bienes que hay en el Paraíso. Su delicia principal consiste en amar y ver a Dios cara a cara: Totum quod expectamus, dice San Agustín, duœ sylabæ sunt, Deus. El premio que Dios nos promete, no es solamente la belleza, la armonía y los otros bienes de aquella feliz ciudad, sino el mismo Dios, que se deja ver de los bienaventurados, como dijo el Señor a Abraham: Ego ero merces tua magna nimis. Yo soy tu galardón sobremanera grande. (Gen. XV, 1). Escribe San Agustín, que «si Dios dejase ver a los condenados su belleza, el mismo Infierno se convertiría repentinamente en un Paraíso»: Continuo infernus ipse in amænum converteretur paradisum (Lib.de Tripl. habil. tom. 9). Y añade que si se permitiese a un alma salida de este mundo la elección, o de ver a Dios, y de sufrir las penas del Infierno, o de no verle y quedar libre de ellas, elegiría antes ver a Dios y sufrir aquellas penas, que no verle y librarse de ellas: Elegiret potius videre Dominum, et esse in ilis pænis.

5. Los goces del espíritu aventajan a los goces de los sentidos. El amar a Dios, aún en ésta vida, es una cosa tan dulce, cuando se comunica a las almas a quienes Dios ama, que bastan para elevar de la tierra hasta sus mismos cuerpos. San Pedro de Alcántara tuvo una vez un éxtasis amoroso tan fuerte, que abrazándose a un árbol, le levantó en alto, arrancándole de raíz. Es tan extraordinaria la dulzura del divino amor, que los santos mártires no sentían los tormentos que padecían y alababan al Señor. Por eso escribe San Agustín, que estando San Lorenzo sobre el fuego en las parrillas, el ardor del amor divino no lo dejaba sentir el ardor del fuego. Aún a los pecadores que lloran sus culpas les hace Dios sentir tanta dulzura, que es superior a todos los placeres de esta tierra; y por eso dice San Bernardo«Si tanta dulzura causa llorar por Ti, ¿qué dulzura no producirá el gozar de Ti?» Si tam dulce est flere per te, quid erit gaudere de te?

6. ¿Cuánta dulzura no experimenta un alma a la cual Dios manifiesta en la oración su bondad, las misericordias que ha usado con ella, y, especialmente, el amor que le manifestó Jesucristo en su Pasión? Entonces se siente derretir en el amor divino. Es verdad, que en este mundo no vemos a Dios sino como un espejo, y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara: Videmus nunc per seculam in ænigmate: tunc autem facie ad faciem (I. Cor. XIII, 12) ¿Que sucederá, pues, cuando se levante este velo y podamos verle cara a cara? Entonces contemplaremos toda su belleza, todo su poder, todas sus perfecciones, todo el amor que nos tiene.

7. Nescit homo, utrum amore an odio dignus sit: «No sabe el hombre si es digno de amor o de odio» (Eccl. IX, 1) La mayor pena que aflige en este mundo a las almas que aman a Dios, es el temor de no amarle y no ser amadas de Él: pero en el Paraíso el alma está segura de que ama y de que es amada por Dios. Ve que el Señor la tiene abrazada con grande amor, y que éste no se ha de acabar jamás. Este amor crecerá entonces con la convicción que tiene de lo mucho que la amó Jesucristo, cuando se ofreció en sacrificio por ella en el ara de la cruz, y se convirtió en manjar en el sacramento de la Eucaristía. Entonces verá juntas con toda claridad las gracias que Dios le ha hecho, y todos los auxilios que le ha otorgado para preservarla del pecado y atraerla a su amor: verá, que aquellas tribulaciones, aquella pobreza, aquellas enfermedades y persecuciones, que ella creía desgracias, no fueron otra cosa que amor y medios de que se valió la divina Providencia para conducirla al Paraíso. Verá todas las inspiraciones amorosas y las misericordias que Dios usó con ella, después que ella le despreció con sus pecados. Verá todas las inspiraciones amorosas y las misericordias que Dios usó con ella, después que ella le despreció con sus pecados. Verá, desde el monte feliz del Paraíso, tantas almas condenadas en el abismo del Infierno, menos culpables que ella, y se alegrará de verse salva y segura de no poder ya perder a Dios.

8. Los placeres de este mundo no pueden saciar nuestros deseos: al principio lisonjean nuestros sentidos, pero se van embotando poco a poco, y ya no nos causan ilusión. Al contrario, los bienes del Cielo sacian siempre, y dejan perfectamente contento el corazón como dice el real Profeta: Satiabor cum apparuerit gloria tua. (Psal. XVI, 15) Y aunque sacian plenamente, siempre parecen nuevos, como si fuese la primera vez que se experimentan: siempre deleitan, siempre se desean, y siempre se obtienen. San Gregorio dice, que la saciedad acompaña al deseo: Desiderium salietas comitatur. (Lib. XVIII, Mor. c, 18). De manera que el deso no engendra en los escogidos el fastidio, porque siempre queda satisfecho; y la saciedad no engendra el disgusto, porque va siempre unida al deseo: por lo que el alma estará siempre saciada, y siempre deseosa de aquellos goces. De donde se sigue, que así como los condenados son vasos llenos de ira, como dice el Apóstol: Vasa iræ (Rom. IX, 22), así los bienaventurados son vasos llenos de misericordia y de alegría, de suerte, que no tienen más que desear: Inebriabuntur ab ubertate domus tuæ: quedarán embriagados con la abundancia de tu casa, (Psal. XXXV, 9). Entonces sucederá, que viendo el alma la belleza de Dios, se inflamará y embriagará tanto de la belleza de amor divino, que quedará absorta y confundida en Dios, porque se olvidará de sí misma, y no pensará sino en amar y alabar aquél inmenso bien que posee y poseerá siempre, sin temor de perderle en adelante. En este mundo aman a Dios las almas justas; más no pueden amarle con toda fuerza, ni siempre actualmente. Santo Tomás dice, que: «este amor perfecto solamente está concedido a los ciudadanos del Cielo, que aman a Dios con todo su corazón, y no cesan jamás de amarle», Ut totum cor hom nis semper actualiter in Deum feratur, ista est perfectio patriæ. (S. Thom. II, 2, quœst art. IV: ad 2).

9. Tiene, pues, razón San Agustín cuando dice: que para conseguir la gloria eterna del Paraíso, deberíamos abrazar voluntariamente un trabajo eterno: Pro æterna requie æternus labor subcundus esset. David dice, que el Señor, por poca cosa, os hará salvos. Pro nihilo salvos facies illos. (Psal. LV, 8) Poco han hecho, en efecto los santos para conseguir el Paraíso: poco tantos reyes que han renunciado a sus reinos para  encerrarse en la estrechez de un un claustro: poco tantos anacoretas que han ido a sepultarse en una gruta; poco tantos mártires que han sufrido los tormentos, las uñas de hierro y las láminas candentes: Non sunt sondignæ passiones hujus temporis ad futuram gloriam (Rom. VIII, 18) ¿Que vale todo esto, comparado con aquél mar de etrnos goces, en que ha de permanecer eternamente el bienaventurado?

10. Animémonos, pues, hermanos míos, para sufrir con paciencia cuanto nos toque padecer en este breve plazo de vida que nos resta; porque todo es poco, y aún nada si se compara con la gloria del Paraíso. Todas las penas, dolores y persecuciones de la tierra tendrán fin un día, y se nos convertirán, si nos salvamos, en gozo eterno. Tristitia vestra vertetur in gaudium (Joann. XVI, 20). Cuando nos afligen los dolores de esta vida, levantemos los ojos al Cielo, y consolémonos con la esperanza del Paraíso. Preguntada al tiempo de morir Santa María Egipciaca, por el abad San Zossimo, cómo había podido vivir cuarenta y siete años en aquél desierto respondió: «Con la esperanza del Paraíso». Con ella no sentiremos tampoco las tribulaciones de esta vida. Valor y perseverancia, oyentes míos; amando a Dios, conseguiremos el Paraíso: allí nos esperan los Santos, allí nos espera María, allí nos espera Jesucristo, que está con la corona en la mano para coronarnos reyes de aquél reino que no ha de tener fin.