La Insensibilidad Del Coraz... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
LA INSENSIBILIDAD DEL CORAZÓN
“He sido batido como heno y se ha
secado mi corazón” (Ps 101, 5)
I
Escribiendo san Bernardo al Papa Eugenio, le decía: “Temo que la muchedumbre de ocupaciones os haga abandonar la oración, y que así se endurezca vuestro corazón”.
Aquel a quien así hablaba el santo doctor era un gran papa, ocupado en los asuntos más santos del mundo, como son los de la Iglesia. Con cuánta más razón no deberemos nosotros aplicarnos estas palabras, puesto que ocupaciones mucho menos importantes nos alejan de la oración. El mundo nos rodea; poca cosa hace falta para distraernos y desviarnos de la oración. Bastan para ello nuestras ocupacioncillas exteriores, que pueden hacernos caer en la insensibilidad del corazón, el mayor de todos los males.
Temed mucho la insensibilidad y la dureza del corazón, pues es necesario tener uno sensible y dócil, que se sienta a sí mismo en el servicio de Dios. El que nada sienta, no se horrorizará cuando tenga la desgracia de pecar. No sentirá las llagas, por profundas que sean.
Y digo sensibilidad, porque no conozco otro vocablo que mejor exprese mi pensamiento. La sensibilidad de que hablo consiste en cierto afecto hacia lo que se ha de hacer y cierta repulsa al más ligero mal. Tened entendido que por nada me refiero a esotra sensibilidad nerviosa de los seudodevotos.
Para no exagerar nada, tampoco hablaré de la insensibilidad involuntaria. El rey David confesaba que se encontraba a veces ante Dios cual una bestia de carga, tan pesado e insensible como ella. Pero añadía: “Ego autem semper tecum. A pesar de ello, permanezco a vuestros pies con Vos”. Este estado de estupidez espiritual no es siempre un castigo; pasamos por ahí para llegar a mayor sumisión y humildad ante Dios. ¿Qué habrá que hacer en estas ocasiones? Nada: tener paciencia, ejercitarse en lo que se pueda y esperar. Como este estado de ordinario no es culpable, no nos hace responsables de nuestras sequedades y malas oraciones. Es la misericordia de Dios la que nos reduce a ello para impedir que nuestra mente se divierta con naderías, para inflamar nuestro corazón con amor más ardiente y tornar nuestra voluntad más perseverante y firme.
La insensibilidad involuntaria del corazón es también muy penosa, más penosa aún que la estupidez del espíritu, por ser el corazón el órgano con que amamos a Dios, además de que como la voluntad es dirigida por el amor, parece como que queda entonces paralizada. De ordinario Dios envía esta prueba al corazón demasiado sensual, que siempre anhela gozar de Dios: Nuestro Señor le lleva un poco a Getsemaní para darle a gustar gozos más amargos.
Pero las más de las veces la dureza de corazón es un castigo, una consecuencia de nuestros pecados, que hay que evitar a todo trance. El estado de prueba no dura largo tiempo: nos prepara a mayores gracias, paga algunas deudas, y luego el sol vuelve a aparecer radiante. De suyo el corazón no permanece insensible a Dios, es necesario que algún pecado o algún estado de pecado le fuerce a ello. Nuestro Señor no pudo soportar sino tres horas de pruebas en Getsemaní, y la tristeza de su Corazón y el abandono de su Padre le pusieron en las puertas de la muerte.
Cuando tales estados resultan largos es cosa de ver si no serán debidos a alguna falta nuestra, pues la prolongación es señal ordinaria de que les hemos atraído nosotros. Cuando veáis que desde hace un año o más sois insensibles a las gracias de Dios, a su inspiración, a la oración, no vayáis a buscar la causa muy lejos, pues está en vosotros, lo sois vosotros mismos; concretadla y haced cuanto podáis para salir de este estado. Es claro que un alma que comienza por gustar a Dios y luego para en eso, no es sino por culpa suya. No es tan duro Dios, sino un buen padre que no puede ocultarse por largo tiempo. Y nos haría morir si nos diera la espalda durante mucho tiempo. La Escritura atestigua que es bueno, lleno de ternura y de amor, que es un padre, una madre para sus escogidos, y tenemos que sentir, es preciso que sintamos su dulzura y su bondad; si no, señal de que somos culpables.
Nos falta un sentido, estamos paralizados y nuestra es la culpa: averigüemos las causas para remediarlas.
II
Una de las causas la encontramos en la ligereza del espíritu y en ese derramarse en cosas exteriores. El espíritu ligero no está nunca en su casa, no sabe reflexionar, obra por impresión y como arrastrado. Pide de comer cuando tiene hambre y no se toma el tiempo ni la pena de buscar el alimento: como no lo encuentra en Dios se vuelve hacia las criaturas. La insensibilidad y dureza de corazón comienza de ordinario con la ligereza de espíritu. Ya se alimentaría si meditara, mas el tiempo de la oración lo pasa en nonadas. ¿Qué de extraño que el corazón sufra por ello?
Estad, por consiguiente, sobre aviso en punto a la ligereza de espíritu, poned toda vuestra atención en la oración, que es donde os alimentáis y calentáis, donde trazáis el plan del combate espiritual.
Una meditación que no os pertrecha de armas de combate, nada vale; como no os alimenta, caeréis de inanición.
Pero diréis: No me alimenta la oración, por más que hago en ella todo lo que puedo. –En este caso cambiad de materia, escoged la que os convenga más. Si un arma no os conviene, tomad otra; lo esencial es estar armado. Tened presente que en la vida espiritual hay prácticas de simple devoción, y las hay necesarias como la meditación, el espíritu de fe y la oración. Nada hay que pueda sustituir a estas últimas; abandonándolas se extingue la vida espiritual, porque se priva del sostén necesario. No cabe dudar que el corazón vive del espíritu, y que el amor, el afecto, no se alimentan sino con la oración.
Otra de las causas de la dureza del corazón procede de nuestras infidelidades a la gracia. Nunca nos faltan la gracia, la iluminación y la inspiración de Dios, pues incesantemente nos hace Él oír su voz; pero nosotros la ahogamos, paralizando así nuestro corazón, que no vive más que de la gracia, y en no recibiéndola muere de inanición.
Además de las gracias de salvación, recibimos las de santidad y de devoción; también a estas últimas hay que ser fiel, tanto más cuanto que hacen de nosotros lo que debemos ser. ¿Qué es, en efecto, un hombre que no se encuentra en su gracia de estado? Y la gracia de estado propia del adorador reside en la oración, en el sacrificio de sí mismo, en el reclinatorio, a los pies del santísimo Sacramento.
¿Descuidáis esta gracia? Pues pereceréis. No hay calor donde falta el fuego. Examinaos bien sobre este punto. ¿Oráis? Todo va bien. ¿Os descuidáis en la oración? ¡Gran peligro corréis de perderos! La gracia de Dios no la tendréis si no es por la oración, el sacrificio y la meditación. Pues no ponéis la causa tampoco lograréis los efectos.
Tenéis derecho a las gracias y no lo hacéis valer. Cierto que es cosa en que sólo vosotros tenéis que ver; mas se os pedirá cuenta del talento que habéis guardado inútilmente. Mientras vuestro cuerpo siga un régimen, todo irá bien. También el alma tiene un régimen que seguir. ¿Hacéis todas las oraciones que este régimen os prescribe?
Quizá no habré dejado la oración más que para cierto tiempo, pasado el cual volveré a practicarla, os diréis entre vosotros. ¡Pura presunción! ¡Cómo queréis vivir sin Dios y sin comer, caeréis en el camino!
–¡Pero si no abandono más que oraciones de devoción! – ¡Fijaos bien en lo que hacéis! ¿Por qué habíais de dejarlas ahora, después de haberlas practicado durante tanto tiempo? Eso arguye ingratitud y pereza; os inclináis hacia el pecado. Por vosotros mismos nunca debéis cambiar de régimen. Si queréis hacer más, pase; ¡pero menos, nunca! De lo contrario, languidecerá vuestra devoción. No digáis: No hay ley que obligue a guardar tal régimen de devoción. En punto a amor de Dios no se mira a lo que pide la ley, sino a lo que pide el corazón.