martes, 19 de noviembre de 2019

¿QUIENES SON LA HIJA DE JAIRO Y LA HEMORROISA? Reflexión




¿QUIENES SON LA HIJA DE JAIRO Y LA HEMORROISA?

Reflexión en torno al Evangelio del XXIII domingo después de Pentecostés 

17 de noviembre de 2019

El Evangelio de hoy aparecen dos mujeres. Una joven, hija del jefe de la sinagoga llamado Jairo, que ha muerto y una mujer, con cierta edad, que lleva padeciendo por más de 12 años flujos de sangre, conocida por el nombre de la hemorroisa y que san Marcos caracterizado en general por su brevedad nos informa extensamente de que “había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor.”
Ambas mujeres son objeto de una intervención milagrosa de Jesús: la niña es resucitada o revivificada, la mujer es sanada de sus hemorragias.
En ambos milagros el contacto físico con Jesús realiza el prodigio. Los tres evangelistas sinópticos afirman que Jesús tomó a la niña por su mano. Son los tres también los que nos dicen que fue tocar la orla de su manto y quedar sana la mujer.
En ambos milagros hay un movimiento: En el caso de la joven, acercar a Jesús, hacerle llegar a la lecho del velatorio; en el caso de la mujer, el acercarse ella misma a Jesús.
En ambos milagros hay una elemento que impide el movimiento: en el caso de la mujer, toda la turba que se agolpa en torno a Jesús pues “lo seguía mucha gente que lo apretujaba”; en el caso de la joven, los flautitas y el gentío que se agolpaba en la casa que se hizo necesaria su expulsión: “él los echó fuera a todos.”
En el caso de la joven es el padre, jefe de la sinagoga, el que intercede y suplica el milagro ante Jesús. En la mujer, es ella misma la que sale al encuentro de Cristo y piensa que con solo tocar la orla de su manto quedará sana.
¿Quiénes son estas mujeres? ¿Qué nos enseñan? ¿Qué podemos ver en su tipología?
Son múltiples los significados de las Escrituras y no es descabellado ver en estas dos mujeres una figura de la humanidad y de la misma Iglesia.
La joven muerta es la humanidad, y más concretamente, la modernidad – el tiempo más reciente de la historia, pero también el más breve. Esta joven es hija  del jefe de la sinagoga y no podemos olvidar también que la modernidad es fruto en su pensamiento y en sus modos de vida del proyecto de la masonería, donde el actual judaísmo se encuentra presente.
La joven está muerta, no tiene vida, no puede hacer nada por sí ni por su vida. Es la imagen de la humanidad actual, alejada de Dios, de las fuentes de la gracia y de la vida, una humanidad aparentemente viva, vivísima, pero en lo que no se respira más que el hedor de la muerte. Es lo que magistralmente el papa Juan Pablo II resumió con la expresión “cultura de la muerte.” Esta humanidad no puede salir de sí misma, se encuentra totalmente inerte, no hay aliento alguno para liberarse de la rigidez de la muerte. Solamente hay una posibilidad y es sembrar más muerte, sembrar más oscuridad. El mínimo inicio de esperanza que pueda surgir en nuestra sociedad, se ve sofocado rápidamente por los ingenieros sociales –a los que bien podemos dar el título de verdugos o enterradores, figurados en aquellos siervos que acuden a sofocar la esperanza del padre anunciándole: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?»”; o podemos verlos en aquellos otros que frívolamente ser ríen y burlan.
¿Quién puede dar vida a esta joven? ¿Quién puede sacar a nuestra humanidad de este sin sentido, de este vacío existencial, de esta cultura de la muerte?
Solamente, Jesús puede salvarla. Solamente Jesús puede llenar de sentido la existencia. Solamente Jesús puede dar vida, y vida plena.
Hace falta un intercesor, un padre que acuda a pedir el milagro. El padre de la niña era jefe y hombre principal de la sinagoga. Sinagoga –en griego ecclesia- es símbolo de la Iglesia que es madre y que debe interceder, acudir a Jesús, pedir con fe, humildad y adoración que el Señor realice el milagro.
La Iglesia –como aquel padre- debe conducir a Jesús hasta la casa donde se encuentra la joven muerta. Debe ser sacramento de salvación, mediadora, servir de instrumento para que se obre el milagro. La Iglesia –como aquel padre- debe llevar a Jesús ante su hija para que este le tome de la mano y le devuelva la vida.
La Iglesia –como aquel padre- ha de mantener la esperanza contra toda esperanza y ante los lamentos y desconfianzas, ante los que nada quieren hacer por salvar a la niña, acercar a Jesús, que pueda tocar los corazones endurecidos y petrificados sin vida de los hombres hoy para darle vida verdadera.
Aquel padre no acudió al sumo sacerdote, a otros supuestos profetas, a expertos curanderos; sino que acudió a Jesús y lo adoró. Lo reconoció verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia no puede acudir a persona alguna, institución, técnicos, propias fuerzas para salvar a la humanidad. Solo Jesús puede salvarla. Y, ¿qué Jesús? Jesús el de los evangelios, el de la fe; en el que siempre hemos creído…
La Iglesia solo puede acudir y ofrecer a Jesucristo, manifestado en fragilidad humana,
santificado por el Espíritu; a Jesucristo, mostrado a los ángeles, proclamado a los gentiles. Cristo, objeto de fe para el mundo, elevado a la gloria…
Pero, ¿cómo se encuentra la Iglesia en la modernidad? No es exagerado decir que la Iglesia es esa mujer adulta que se encuentra enferma, con continuas hemorragias… Digo que no es exagerado, porque el entonces cardenal Ratzinger en el viacrucis del Coliseo del año 2005, con un conocimiento mayor que el que nosotros podamos tener, elevaba una oración: “Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia.(…)”
La Iglesia  tiene la misión de anunciar a Cristo, darlo a conocer a todos los pueblos: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a todas las gentes.” Pero la Iglesia se encuentra enferma, paralizada en su misión.
Siempre habrá aquellos que en su ingenuidad optimista digan que ha habido tiempos peores en la historia, que no estamos tan mal, que hay muchas cosas positivas en la modernidad, etc…
Pero creo que –sin ser inconsciente de épocas duras y difíciles en la historia de la Iglesia- ninguna de ellas se igual a la actualidad. Los Papas de principios del siglo XX alertaron y señalaron el error modernista definido como “el conjunto de todas las herejías históricas juntas.”
En el desarrollo del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI, con esa tentación de asimilarse al mundo y a la modernidad, la Iglesia se expuso al peligro y la enfermedad la invadió en todas sus esferas…
Creo que no hace falta insistir más en aceptar lo que es visible para todos: la Iglesia se encuentra en una profunda crisis en todos sus ámbitos: doctrinal, moral, disciplinar, litúrgica… Crisis en la autoridad, crisis en la vida religiosa, crisis en el clero… Una hemorragia tremenda que cada vez se agrava más y se hace más patente a todos, dentro y fuera de la Iglesia.
Es cierto, la promesa del Señor no falla: “Portas Inferi non praevalebunt”; y a pesar de la vicisitudes de la historia y los embates del maligno, la Iglesia no perecerá porque Cristo lo ha prometido. Pero eso, no excluye lo que el mismo catecismo de la Iglesia (nº 675) recoge acerca de la prueba de la Iglesia antes de la Venida en gloria de Jesucristo: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el "misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne.”
Ya el Papa Juan Pablo II constató la apostasía silenciosa de las antiguas naciones católicas; pero más que silenciosa, esa apostasía cada vez se extiende más a todos los ámbitos de la sociedad moderna. Una apostasía que no es el rechazo directo de la fe, sino su mutación por un nuevo credo contrario a la fe recibida de los apóstoles.
No podemos silenciar lo que la Virgen dijo en Fátima. El 13 de julio de 1917, la Virgen pidió que el Papa consagrase Rusia a su Inmaculado Corazón: “Si se escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y tendrán paz; si no, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia”. Esa consagración no se ha hecho, aunque quieran convencernos de que sí. La Virgen pidió que se le consagrase Rusia; no la Iglesia, ni las naciones o la humanidad en general. Y esto no se ha realizado. Rusia ha extendido sus errores: el mundo sin Dios. No podemos olvidar que los errores de Rusia es el sistema filosófico –no solo económico- del marxismo donde el primer artículo de su credo es “Dios no existe.”
En esta situación, la Iglesia no puede llevar a Jesucristo a la modernidad, al mundo; porque ella no lo tiene, está lejos de él, se ha ido tras otros “ídolos”.
Alguien dijo hace unos años aquello de prefiero una iglesia accidentada, pero en salida, que una iglesia inmóvil y encorvada hacia sí misma. Un error garrafal y que parece que el Espíritu Santo en la Palabra de Dios dice lo contrario: es necesario que la hemorroisa se sane para que la joven pueda ser revivificada por Cristo.
¡Fijaos! El milagro de la joven se pide primero, el padre acude a Jesús, pero se realiza de último. El milagro de la mujer le roba el puesto a la joven. San Jerónimo –siguiendo la enseñanza del Apóstol san Pablo- dice que esto es porque la conversión de toda la gentilidad, precederá a la conversión de Israel. Pero creo que desde nuestra perspectiva, esto sucede porque solo una Iglesia fuerte, sana, vigorosa –no en lo externo o en los medios, o triunfos mundanos- sino fuerte y sana en la fe, en la disciplina, en la moral, etc precede la conversión de la modernidad.   
¿A quién ha de acudir a la Iglesia hemorroisa para encontrar la salvación? A Jesucristo, su piedra y fundamento, su razón de ser, su origen, centro y culmen, su propia vida.
La Iglesia ha a acudir a Cristo y saber con solo tocar la orla de su manto quedará sana. ¿Cuál es esta orla? Pues hasta en esto parece que el Espíritu Santo dejó un simbolismo hermoso. La orla es la parta decorativa de una pieza de ropa, algo accesorio, pero sin duda, para nuestra naturaleza sensible y necesitada de lo sensible, algo importante. En todas las culturas se ha cuidado el vestido, su adorno, sus accesorios… Lo externo que nos reviste, nos define y habla de nuestra vida interior.
Muchos en la modernidad han criticado la liturgia como algo accesorio, de poca importancia para la vida de la iglesia.  Muchos en el afán modernista han rechazado el papel primordial de la liturgia en la vida de la Iglesia. Muchos han querido quitar todo los sensible y los “decorativo” de ella haciéndola más sencilla y asequible, pero dejando una liturgia aséptica, intelectualista y sobre todo “desobrenaturalizada” que en vez de dar culto a Dios, se convierte en culto del propio hombre.
La mujer no se sana por tocar la mano de Cristo, ni ninguna parte de su Santísimo Cuerpo, sino por tocar la orla de su manto. Y es que a través de la Sagrada Liturgia, Cristo se ha puesto a disposición de su Iglesia y obediente a sus ministros obedece a la fórmula sacramental para dar la gracia.
“Jesús, notando que había salido fuerza de él, -dice san Marcos- se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?».” Parece que la liturgia hace que -de forma “involuntaria”-  Cristo extienda sobre las almas, la Iglesia y la humanidad su fuerza sanadora y salvadora. Y es que la Sagrada Liturgia actualiza el misterio salvífico de Cristo: nos da aquí y ahora, en nuestro tiempo y nuestro lugar, la gracia redentora que nos obtuvo de una vez para siempre con su Pasión y Muerte.  
Y, ¿a dónde nos trae esta meditación? Pues a aquello que tantas veces en sus escritos el Cardenal Ratziger afirmó acerca de la liturgia.
Benedicto XVI en el prólogo a la edición en lengua rusa del volumen IX de las “Obras Completas de Joseph Ratzinger” afirma: “La causa más profunda de la crisis que ha trastornado a la Iglesia reside en el oscurecimiento de la prioridad de Dios en la liturgia.”
En otra ocasión afirmó: “Para la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica. (…) Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia.”  (JOSEPH RATZINGER. Mi Vida. Recuerdos (1927-1977). Ediciones Encuentro, 2005, Madrid. Pág.148-151)
Y dejo al mismo Papa, decir la conclusión de esta meditación, animando a todos los que leáis estas líneas a vivir la sagrada liturgia, a apostar con vuestra vida, con vuestras fuerzas, con vuestra fama el cultivo y promoción de la liturgia, conservando y alimentándonos de este tesoro infinito que para las generaciones anteriores era sagrado, y que también para nosotros permanece sagrado y grande. La renovación de la liturgia traerá una renovación en todas las esferas de la vida de la Iglesia.
Decía el entonces cardenal Ratzinger: “Ante las crisis políticas y sociales de nuestros días y las exigencias morales que éstas plantean a los cristianos, bien podría parecer secundario el ocuparse de problemas como la liturgia y la oración. Pero la pregunta de si reconoceremos las normas morales si conseguiremos la fuerza espiritual, necesarias para superar la crisis, no se debe plantear sin considerar al mismo tiempo la cuestión de la adoración. Sólo cuando el hombre, cada hombre, se encuentra en presencia de Dios y se siente llamado por él, se ve asegurado también su dignidad. Por este motivo, el preocuparnos por la forma adecuada de la adoración no sólo no nos aleja de la preocupación  por los hombres, sino que constituye su mismo núcleo. (…) La cuestión decisiva tratada es siempre la misma: cómo podemos, en nuestros días, rezar y unirnos a la alabanza de Dios en el seno de la Iglesia, cómo la salvación de los hombres y la gloria de Dios puede reconocerse y experimentarse como un todo.” (Joseph Ratzinger, La fiesta de la fe, DDB, Bilbao, 1999 pág 9-10)