domingo, 30 de septiembre de 2018

EVANGELIO DEL DOMINGO: PARÁBOLA DE LAS BODAS DEL HIJO DEL REY

EVANGELIO DEL DOMINGO
XIX DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria del Rito Romano

En aquel tiempo, volvió Jesús a hablarles en parábolas, diciendo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”.  Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».
Mt 22, 1-14
 

viernes, 28 de septiembre de 2018

50 ANIVERSARIO DE LA MUERTE, 100 AÑOS DE SUS ESTIGMAS. Homilía



Fiesta del Padre Pio 2018
Queridos hermanos:
Hace 50 años, un 23 de septiembre de 1968, en torno a las dos y media de la mañana, con los nombres de Jesús y de María en sus labios, Padre Pío de Pietrelcina entregaba su alma a Dios. Llegaba al término de su vida terrena y entraba en la eternidad de Dios para siempre.
Bien podía haber repetido las palabras del apóstol: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.”
Celebramos a los santos en el día de su muerte y le llamamos a este día: dies natalis –día del nacimiento-, porque “el cristiano que muere en Cristo alcanza, al final de su existencia terrena, el cumplimiento de la nueva vida iniciada con el Bautismo, reforzada con la Confirmación y alimentada en la Eucaristía, anticipo del banquete celestial.” La muerte es desde la fe nuestro último y definitivo nacimiento, y por tanto en el cielo día de gozo y alegría.
¡Qué distinta esta mirada para aquellos que no tienen fe! ¡Qué distinta para aquellos que no creen en Dios y en la eternidad!
A estos, el libro de la  Sabiduría les llama impíos e insensatos: a sus ojos, los justos –los santos- “parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia y su alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están en paz. A los ojos de los hombres, ellos fueron castigados, pero su esperanza estaba colmada de inmortalidad. Por una leve corrección, recibirán grandes beneficios, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él.”
Nuestra vida eterna comienza en nuestro bautismo: somos injertados en Cristo, en su muerte y su resurrección. Muerte al pecado, resurrección a la gracia. Don del bautismo que estamos llamados a vivir a lo largo de nuestra vida, inserción en la muerte y resurrección de Cristo a la que estamos llamados a unirnos desterrando de nosotros todo pecado, purificando nuestras almas de toda imperfección, viviendo la vida nueva según Cristo por la práctica de las virtudes y las buenas obras.
La muerte del cristiano se entiende en el misterio de la Pascua de Cristo: “si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios nos llevará con él, por medio de Jesús: así estaremos siempre con el Señor.”
Padre Pío fue fiel a su bautismo, a los talentos que el Señor en su providencia le había entregado. “Ha muerto el Padre Pío, ha muerto un santo” fue uno de los titulares de periódico del día siguiente. De los labios de Jesucristo bien pudo escuchar aquellas palabras: “Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. 
Hoy es su dies natalis, y lo celebramos con gozo en esta feliz coincidencia de ser domingo: día en que los cristianos hacemos memoria del triunfo redentor de Cristo. En Padre Pío como en la innumerable cantidad de santos que jalonan nuestro calendario se manifiesta la gloria de Dios y se pone de manifiesto en sus méritos la misma obra divina de la redención. Parafraseando el salmo referido a la creación como testimonio elocuente del Creador, pues por la obra conocemos al autor, así podemos decir que: los santos proclaman la gloria de Dios, pregonan la obra de su gracia.  
La santidad del Padre Pío –obra del Espíritu Santo y no propia- fue conocida y admirada manifiestamente en vida por muchos; pero fue puesto a prueba desde su más tierna infancia, pruebas difíciles de las que resultó vencedor: el demonio lo acosó durante toda sus vida, llegando a maltratarlo físicamente,  sufrió la persecución por parte de sus superiores eclesiásticos y de su orden, siéndole impuestas penas eclesiásticas del todo injustas, tuvo que sufrir la calumnia y humillaciones de todo orden, soportar que utilizaran su nombre y su fama de santidad para fines de lucro. Y más que estas pruebas externas, lo que más le hizo sufrir fueron todas las tentaciones interiores. Viéndose acechado continuamente con la idea de la condenación, por  no ser buen religioso ni sacerdote.
 “Dios lo puso a prueba y lo encontró digno de él.” Hoy, Padre Pío brilla con una santidad del todo admirable en nuestro tiempo pero también en toda la historia de la Iglesia. Y brilla porque Dios lo ha querido así.
Una vez más en la historia de la humanidad, se hace verdad aquello por lo que Jesús da gracias al Padre: “has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” pues, “de los pequeños es el reino de los cielos.”
El padre Pío decía “Sólo quiero ser un pobre fraile que reza”.
¡Qué grandeza la aspiración de un santo que nada quiere de este mundo, coincidiendo con la bienaventuranza del Salvador: Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos será el reino de los cielos!
¡Qué grandeza la de aquel que ama de verdad dándolo todo y entregándose plenamente sin buscar su propio interés, como la del joven que salió al encuentro de Jesús y dijo: Te seguiré donde quiera que vayas, sin poner condición alguna!
¡Qué grandeza la de este verdadero hombre de Dios que como san Pablo puede decir: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo!
¡Qué amor al prójimo en el desarrollo de su ministerio sacerdotal muy particularmente en el sacramento de la confesión, sin buscar el agradecimiento y la recompensa,  confortando y aliviando el sufrimiento de los enfermos en sus almas y en sus cuerpos! Todo ello, por amor a Jesucristo: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. 
Hoy, en el díes natalis del Padre Pío, resuena en el cielo “Ven, bendito de mi Padre; hereda el Reino preparado para ti desde la creación del mundo.”
¡Qué amor a la sencillez, a la discreción, al retiro, a la oración tenía el Padre Pío, porque puso su mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.”  

Queridos hermanos:
Hace apenas unos días, se cumplía también el centenario de un acontecimiento que marcó la vida del padre Pío durante 50 años y que fue uno de los elementos más contradictorios en su vida: la impresión de los estigmas de Jesucristo crucificado.
Padre Pío fue marcado con los signos sensibles de la Pasión, las llagas santas del Redentor.  En sus manos, en sus pies y en su costado se le abrieron las mismas heridas del Crucificado emanando sangre. Un don que duró 50 años hasta el día de su muerte.  Un don acompañado de dolor que desde el jueves hasta el sábado se hacía más agudo. Un don sobrenatural que lo identificó de una manera única con el Maestro; pudiendo decir las palabras del Apóstol: “Yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para mí.”
Un don externo en el cuerpo que nos recuerda a cada uno de nosotros la señal de la cruz con la que fuimos marcados en nuestro bautismo, y que nos ha configurado como discípulos del Crucificado. Una marca como aquella de la noche de Pascua en las jambas de las puertas de los israelitas los libró del ángel exterminador. Una señal, la de la Cruz, que cuando se hace presente en nuestra vida es la mejor garantía del amor de Dios por nosotros.
El Padre Pío cerró los ojos a este mundo bendiciendo con su mano herida por los estigmas, su vida fue predicación y evangelio vivo de un Dios que es Dios de vivos y no de muertos.
Como devotos de Padre Pío, contemplamos su ejemplo, acudimos a su intercesión.
Aspiremos como él a la santidad y a la unión con el Jesucristo pues él es la meta hacia la que corremos.
Aceptemos nuestra cruz –cada uno tal y como se hace presente en nuestra vida, sin quejas, sin reproches- y ofreciéndosela al Señor sigamos su pasos.
Subamos al Monte Calvario sabiendo seguros que después habrá Resurrección.
Seamos hoy y siempre en toda nuestra vida, con nuestras palabras y con nuestras obras,
testimonio del amor de Jesucristo por toda la humanidad.
Presentémosle nuestras necesidades y peticiones, sabiendo su poder de intercesión ante la Misericordia Divina.
Agradecer a todos su presencia, particularmente la de los hermanos sacerdotes.
Agradecer también el trabajo y la dedicación de todos los que han colaborado en el desarrollo y celebración de la santa misa y de esta fiesta del Padre Pío.
Glorioso Padre Pío de Pietrelcina, a ti acudimos, bendícenos desde el cielo, intercede por nosotros ante el  trono de Dios. Así sea.   

miércoles, 26 de septiembre de 2018

La santa misa del Padre Pío(3).Tercer día



Triduo del Padre Pio 2018
La santa misa del Padre Pío(3).Tercer día
Queridos hermanos,
Para vivir el misterio de la santa misa hemos de seguir el consejo del Padre Pío a su hijo espiritual, el P. Juan  Derobert,  de “poner en paralelo la cronología de la Misa y la de la Pasión.”
Quizás nos cueste hacer este ejercicio por la influencia que tenemos del neo-protestantismo, donde se ha querido olvidar o por lo menos relegar a un plano muy lejano la verdad acerca de que la santa misa es la renovación incruenta del sacrificio de la cruz.
Hemos de situarnos ante el altar como en el Calvario, hemos de ver en el sacerdote al mismo Cristo que se ofrece, hemos de oír la santa misa con el espíritu de la Pasión del Señor.
Siguiendo la enseñanza del Padre Pío, introduciéndonos en la santa misa con Jesús en Getsemaní, avivando en nosotros los mismos sentimientos y afectos que inundaban su corazón de amor al Padre y de amor a los hombres, hemos de continuar la santa misa. Cada momento podemos relacionarlo con la Pasión.
El Ofertorio, -donde son presentados y ofrecidos a Dios el pan y el vino que se convertirán en el cuerpo y la sangre del Señor-, guarda su paralelo con el arresto de Jesús cuando Judas llega con las tropas del templo para llevárselo.  Así como el pan y vino separados de su uso común son ofrecidos a Dios, quedando ya listos irremediablemente para la oblación; así Jesucristo es apresado para sufrir la cruz.
Se ofrece libremente: manso y humilde de corazón. “¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis.  Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas.”
Se ofrece voluntariamente: nadie me quita la vida, yo la entrego voluntariamente.
Se ofrece sólo el, pues los discípulos le abandonan.
Ofertorio al que hemos de unirnos. La gota de agua derramada sobre el vino, representa la humanidad de Cristo, pero nos representa también a nosotros. Ofrecernos libre y voluntariamente, como acto de amor a Dios que nos ha amado primero.
Con razón Jesús exclama al término de su oración en Getsemaní: La Hora ha llegado... Hora amarga de la Pasión, hora grande de la redención y salvación.  El canto del Prefacio, es el canto de alabanza y de agradecimiento que el mismo Jesús dirige al Padre que le ha permitido llegar a esta "Hora": “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.”
Es necesario, levantar nuestro corazón y ponerlo en el Señor, para con él dar gracias a Dios nuestro Señor justa y dignamente; pues dice el apóstol “la mente puesta en la carne es muerte, pero la mente puesta en el Espíritu es vida y paz.”
Y, ¿por qué hemos de dar gracias?
Acción de gracias por Jesucristo. Él es el motivo principal de nuestra acción de gracias porque el Padre habiéndonos dado a su Hijo Amado nos lo ha dado todo…
Acción de gracias por la redención, por su misericordia y su historia de salvación…
Acción de gracias por todos los beneficios y bienes que nos ha dado…
Acción de gracias también como Jesús en su pasión en medio de la cruz, el sufrimiento y la prueba.
Acción de gracias esta que se hace más hermosa y meritoria a los ojos de Dios.  
La parte central de la santa misa llamada Canon Romano nos lleva al milagro de la transubstanciación donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor.  “Nos encontramos ¡rápidamente! con Jesús en la prisión, en su atroz flagelación, su coronación de espinas y su camino de la cruz por las callejuelas de Jerusalén teniendo presente en el "momento" a todos los que están allí y a todos aquellos por los que pedimos especialmente.”
¿Cómo no adorar? ¿Cómo no caer de rodillas ante el Hijo de Dios? Sin duda, arrodillarse ante Dios no nos quita nada de nuestra dignidad, sino todo lo contrario, nos hace aceptables y agradables a él. El que se humille, será enaltecido. 
Jesucristo se ofrece al Padre en sacrificio expiatorio por todos y cada uno de los hombres. No se ofrece solo de una forma generalísima, sino que por su conocimiento divino tiene presente a cada uno de nosotros. Es importante, cada vez que asistimos a la santa misa tener presentes también concretamente a aquellos por los que tenemos obligación y debemos orar… con sus nombres, problemas, necesidades… vivos y difuntos, amigos y enemigos, cercanos y lejanos….
“La Consagración es místicamente, la crucifixión del Señor.”  Padre Pío sufría atrozmente interna y externamente en este momento. No permitas que nada te distraiga de la contemplación de este misterio. Permanece junto a la cruz de Cristo como el discípulo amado al lado de María Santísima. Nos dirá Padre Pio: “No te alejes del altar sin derramar lágrimas de dolor y de amor a Jesús, crucificado por tu salvación. La Virgen Dolorosa te acompañará y será tu dulce inspiración.”
La fórmula con la que concluye  el Canon de la misa antes del Padre Nuestro: “Por Cristo, con él y en él a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria” es el grito de Jesús: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu". El Sacrificio está consumado y es aceptado por el Padre. La redención se ha realizado. El Viejo Testamento da paso al nuevo.  Los hombres han sido reconciliados con Dios, la enemistad del paraíso da lugar a la condición de hijos de Dios; por ello, ahora, podemos recitar el Padre Nuestro: la oración de los hijos de Dios.
El sacerdote partirá la Sagrada Hostia. Es la muerte de Jesús. Unirá una pequeña partícula con la Sangre. Es la resurrección de Jesús. El sacerdote dirá: la paz del Señor esté con vosotros, porque verdaderamente Cristo Resucitado es nuestra paz.
Paz que se nos dará en la Sagrada Comunión definida por el padre Pío como “toda una misericordia interior y exterior, todo un abrazo.” ¡Dios dentro de mí, Dios conmigo y yo en él! Acerquémonos a recibir a Cristo, con pureza de conciencia, dignamente preparados. Lleguémonos humildes y deseosos, puros, limpios y sin pecado, porque Jesús en la comunión quiere “deleitarse en su criatura”. “Mi delicia es habitar entre los hombres.” Dispongamos nuestro cuerpo y nuestra alma, para recibir al que es el Amor de los amores.
Marcados con la señal de la cruz porque Cristo nos redimió en ella salimos de la iglesia renovados y con nuevas fuerzas para ser sal y luz de la tierra. Esta misma señal de la cruz será nuestro escudo protector. Estamos en el mundo, enemigo de Dios, es una lucha. La santa cruz nos protege contra las astucias del Maligno, que siempre buscará apartarnos de Dios.
Concluyo con las mismas palabras de Padre Pío y que él –por su intercesión- nos conceda saber poner en su justo puesto la celebración de la santa misa y vivirla como debemos: “Cada santa misa escuchada con atención y devoción produce en nuestra alma efectos maravillosos, abundantes gracias espirituales y materiales, que ni nosotros mismos conocemos.  El mundo podría subsistir incluso sin el sol, pero no podría existir sin la santa misa.” Amén.

martes, 25 de septiembre de 2018

La santa misa del Padre Pío (2). Segundo día




Triduo del Padre Pio 2018
La santa misa del Padre Pío (2). Segundo día
Queridos hermanos,
Es muy conocido el testimonio de un sacerdote, el P. Juan  Derobert, acerca de cómo el Padre Pío vivía la santa misa: “Él me había explicado –dice este sacerdote- poco después de mi ordenación sacerdotal que celebrando la Eucaristía había que poner en paralelo la cronología de la Misa y la de la Pasión. Se trataba de comprender y de darse cuenta, en primer lugar, de que el sacerdote en el Altar es Jesucristo. Desde ese momento Jesús en su Sacerdote, revive indefinidamente la Pasión.”
Nuestro Señor Jesucristo se hace presente sacramentalmente a través del Sacerdote, por la cual actúa in persona Christi. Cuando el sacerdote bautiza, es Cristo quien bautiza; cuando consagra es Cristo quien consagra, cuando perdona es Cristo quien perdona.
El sacerdote es signo sensible de Jesucristo Buen Pastor y Sacerdote Eterno en medio del pueblo de Dios. 
¡Que grandeza la del sacerdocio! San Juan María Vianney, el santo cura de Ars decía: “Si yo me encontrase a un sacerdote y a un ángel, saludaría al sacerdote antes de saludar al ángel. El ángel es amigo de Dios, pero el sacerdote ocupa su lugar”.
Nos equivocamos al considerar el sacerdocio como una profesión o como un status social, o como una forma de adquirir relevancia en la sociedad. El sacerdocio es ante todo una llamada de Jesucristo que “elige a hombres de en medio de su pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión.”
La misión de Cristo fue redimir almas, y lo hizo ofreciendo en la cruz como Sacerdote, Víctima y Altar. Esta es la vida del sacerdote: configurarse a Cristo Sacerdote, Víctima y altar como hostia santa, pura, agradable a Dios.  Y esto, muy especialmente en la santa misa.
Comprendemos lo grande e imprescindible que es el sacerdocio, la necesidad de rezar por las vocaciones sacerdotales y por la santificación del Clero, el respeto, piedad y honor que le debemos a cada sacerdote…
Los escándalos que de vez en cuando saltan no han desanimarnos en esto, todo lo contrario, sino que nos invitan a una oración y sacrificio más grandes por ellos. ¡Danos, Señor, por intercesión del Padre Pío, muchos y santos sacerdotes!

“El sacerdote en el Altar es Jesucristo.” –dijo el padre Pío a este sacerdote. ¡Con qué temblor y temor tenemos que acercarnos los sacerdotes a altar de Dios! ¡Con qué pureza y disposiciones interiores y exteriores hemos de celebrar! ¡Qué ejercicio y esfuerzo hemos de hacer para no perder la atención de los sentidos en cuanto estamos realizando!
Pero esto mismo, hemos de hacer los fieles que asistimos a la santa misa. Cada bautizado es configurado a Cristo Sacerdote, Profeta y Rey. El bautizado, como miembro del cuerpo de Cristo, participa de su sacerdocio haciendo de su propia vida una ofrenda, un sacrificio… Esta misma tensión espiritual, pureza de vida, temor y temblor ha de llenar el corazón de cada uno de nosotros cada vez que nos acerquemos al altar de Dios.
El P. Juan  Derobert nos dice lo que el Padre Pío vivía en la primera parte de la misa: “Desde la señal de la cruz inicial hasta el ofertorio es necesario reunirse con Jesús en Getsemaní, hay que seguir a Jesús en su agonía, sufriendo ante esta "marea negra" de pecado. Hay que unirse a él en el dolor de ver que la Palabra del Padre, que él había venido a traernos, no sería recibida o sería recibida muy mal por los hombres. Y desde esta óptica había que escuchar las lecturas de la misa como estando dirigidas personalmente a nosotros.”
Hemos de comenzar la santa misa acompañando a Jesús en Getsemaní, en el monte de los olivos.  Antes de su oración en el huerto, había anticipado su sacrificio redentor en la cruz en la última cena bajo las apariencias sacramentales del pan y del vino,  el traidor se había ido para entregarlo y Jesús dirige su largo discurso sacerdotal de despedida. Terminado salen hacia el huerto de los Olivos.
Huerto de oración: donde Cristo busca la intimidad del Padre, donde se recoge ante su mirada, como tantas veces hizo durante su vida terrena. 
Huerto del pecado: pues el primer pecado se cometió en el huerto del Paraíso. Jesús contempla su Pasión, con toda su crudeza, pesa sobre sí el pecado de la humanidad, pasado, presente y futura, la historia completa… Aterroriza la visión que Cristo tiene en este momento… allí también estaban mis pecados…
Huerto de debilidad: donde su humanidad experimenta la flaqueza ante el dolor y la Pasión: “Padre, si puedes aparta de mi este cáliz…”  donde asume también nuestras debilidades, las de la humanidad entera, todo lo nuestro cargado sobre sí.
Huerto de tentación: donde el Maligno acecha para hacerle sucumbir.
Huerto de fortaleza: donde su voluntad humana  se une a su voluntad divina, y a la voluntad de su Padre: “pero no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres.” Aquí se une el cielo y la tierra.    
En aquel huerto, Cristo busca corredentores. “Velad y orad para no caer en la tentación.” Y ellos duermen: no entienden, están, pero solo presentes de cuerpo.
Es acompañando a Cristo en el huerto de los olivos como hemos de asistir a la santa misa en su primera parte.
1.-buscando en ella nuestra unión con Dios, la intimidad divina, el diálogo amoroso que continúa y emprende nuestra continua oración.
2.-haciendo la confesión de nuestros pecados y el pecado de la humanidad entera que fueron la causa de su Pasión y son la causa de la necesidad de celebrar la santa misa cada día.
3.-ofreciendo las llagas de nuestras debilidades para ser sanadas por su gracia y su Palabra
4.-alimentado nuestra inteligencia para resistir las embestidas del maligno
5.-uniendo nuestra voluntad a la suya, renovando la fe, la esperanza, la caridad, todos buenos deseos, para hacer siempre y en todo su voluntad.
Es así, el mejor modo de comenzar la santa misa: “teniendo en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” en su Pasión.
Es así también el mejor modo de reparar y consolar a Cristo como los ángeles lo consolaron en esta hora.
Que P. Pío, por su intercesión, nos conceda esta gracia de unión de afectos y sentimientos.