COMENTARIO AL EVANGELIO
XIX DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Cómo Jesús
viene al mismo tiempo a nuestro Cuerpo y a nuestra alma, hemos de procurar que
uno y otra aparezcan dignos de un tal favor.
1.° Digo que la
primera disposición es la que se refiere al cuerpo, o sea, estar en ayunas, no
haber comido ni bebido nada, a partir de la medianoche. (…)
2.° Digo
también que debemos presentarnos con vestidos decentes; no pretendo que sean
trajes ni adornos ricos, más tampoco deben ser descuidados y estropeados: a
menos que no tengáis otro vestido, habéis de presentaros limpios y aseados.
Algunos no tienen con que cambiarse; otros no se cambian por negligencia. Los
primeros en nada faltan, ya que no es suya la culpa, pero los otros obran mal,
ya que ello es una falta de respeto a Jesús, que con tanto placer entra en su
corazón. Habéis de venir bien peinados; con el rostro y las manos limpias;
nunca debéis comparecer a la Sagrada Mesa sin calzar buenas o malas medias. Mas
esto no quiere decir que apruebe la conducta de esas jóvenes que no hacen
diferencia entre acudir a la Sagrada Mesa o, concurrir a un baile; no se cómo
se atreven a presentarse con tan vanos y frívolos atavíos ante un Dios
humillado y despreciado. ¡Dios mío, Dios mío, que contraste!...
3.º La tercera
disposición es la pureza del cuerpo. Llámase a este sacramento «Pan de los
Ángeles», lo cual nos indica que, para recibirlo dignamente, hemos de
acercarnos todo lo posible a la pureza de los Ángeles. San Juan Crisóstomo nos
dice que aquellos que tienen la desgracia de dejar que su corazón sea presa de
la impureza, deben abstenerse de comer el Pan de los Ángeles pues, de lo
contrario, Dios los castigaría. En los primeros tiempos de la Iglesia, al que
pecaba contra la santa virtud de la pureza se le condenaba a permanecer tres
años sin comulgar; y si recaía, se le privaba de la Eucaristía durante siete
años. Ello se comprende fácilmente, ya que este pecado mancha el alma y el
cuerpo. El mismo San Juan Crisóstomo nos dice que la boca que recibe a
Jesucristo y el cuerpo que lo guarda dentro de sí, deben ser más puros que los
rayos del sol. Es necesario que todo nuestro porte exterior de, a los que nos
ven, la sensación de que nos preparamos para algo grande.
Habréis de
convenir conmigo en que, si para comulgar son tan necesarias las disposiciones
del cuerpo, mucho más lo habrán de ser las del alma, a fin de hacernos
merecedores de las gracias de Jesucristo nos trae al venir a nosotros en la
Sagrada Comunión. Si en la Sagrada Mesa queremos recibir a Jesús en buenas
disposiciones, es preciso que nuestra conciencia no nos remuerda en lo más
mínimo, en lo que a pecados graves se refiere; hemos de estar seguros de que
empleamos en examinar nuestros pecados el tiempo necesario para poderlos
declarar con precisión; tampoco debe remordernos la conciencia respecto a la
acusación que de aquellos hemos hecho en el tribunal de la Penitencia, y al
mismo tiempo hemos de mantener un firme propósito de poner, con la gracia de
Dios, todos los medios para no recaer; es preciso estar dispuesto a cumplir, en
cuanto nos sea posible hacerlo, la penitencia que nos ha sido impuesta. Para
penetrarnos mejor de la grandeza de la acción que vamos a realizar, hemos de
mirar la Sagrada Mesa cómo el tribunal de Jesucristo, ante el cual vamos a ser
juzgados.
(…) Si, los que se acercan a la Sagrada Mesa sin
haber purificado del todo su corazón, se exponen a recibir el castigo de aquel
servidor que se atrevió a sentarse a la mesa sin llevar el vestido de bodas. El
dueño ordenó a sus criados que le prendiesen, le atasen de pies y manos y le
arrojasen a las tinieblas exteriores (Mal., XXII, 13). Asimismo, en la hora de
la muerte dirá Jesucristo a los desgraciados que le recibieron en su corazón
sin haberse convertido: «¿Por qué osasteis recibirme en vuestro corazón,
teniéndolo manchado con tantos pecados?». Nunca debemos olvidar que para
comulgar es preciso estar convertido y en una firme resolución de perseverar.