SOMOS PROFETAS POR EL BAUTISMO.
Homilía del VII domingo después
de Pentecostés
23 de julio de 2017
La
creación y toda la naturaleza es un libro abierto que todo hombre está llamado
a contemplar y que nos muestra con su misma existencia una gran cantidad de
lecciones para nuestra vida.
La
primera de ellas, es que la creación habla del Creador: por medio de ella
conocemos a Dios, Creador de todas las cosas. Así como la obra de arte, sin
decir nada, nos habla del artista; por medio de la creación, el hombre puede
conocer con el uso de la razón a su Creador. Este es el conocimiento natural y
racional de Dios, definido por el Concilio Vaticano I como dogma de fe ante
aquellos que negaban la existencia de Dios o la imposibilidad de la razón de
conocer a Dios. Así lo afirma san Pablo en la Carta a los Romanos: “lo que de
Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues
lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la
inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras.”
La
segunda de ellas, es el conocimiento de sí mismo que el hombre tiene al
encontrarse como parte y en medio de la creación: el hombre cae en la cuenta de
su pequeñez y al mismo tiempo de su grandeza. Es lo que expresa el salmo 8:
“Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has
creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar
por él? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste
bajo sus pies. ¡Señor, Dios nuestro, que
admirable es tu nombre en toda la tierra!
Podríamos
seguir desengranando enseñanzas: pero centremos nuestra atención en el
Evangelio de este domingo:
“¿Acaso
se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da
frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos.”
En
muchas ocasiones la sagrada Escritura refiere las actitudes y comportamientos
de los hombres comparándolas con diversos elementos de la naturaleza; tanto en
positivo como en negativo: la vida del justo se compara al cedro, a la palmera…
a “un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto
emprende tiene buen fin.” Salmo 1
Nuestro
Señor para hablar de los falsos profetas toma el ejemplo de los árboles.
¿Quiénes
son los falsos profetas?
Profeta
es aquel a quien Dios elige y envía para hablar en su nombre. Dios los elige,
no sólo para transmitir un mensaje con su predicación, sino que asistido por su
gracia, su misma vida se convierte en anuncio, denuncia, predicación, profecía.
Los
falsos profetas son aquellos que se otorgan a sí mismos la autoridad divina.
Dicen y creen hablar en nombre de Dios. Su intención no es recta: buscan su
beneficio, el ser reconocidos y considerados, quiere el aplauso de la masa… No
hablan en nombre de Dios, sino que dicen
aquello que agrada a los oyentes, llegando a tergiversar, ocultar o cambiar la
Verdad.
Los
falsos profetas –propio de todos los tiempos- son aquellos de los que San Pablo
advierte en la 2 Carta a Timoteo: “vendrá un tiempo en que no soportarán la
sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos
y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las
fábulas.”
Falsos
profetas son aquellos que con sus palabras dicen una cosa y con sus obras
otras, son aquellos que se disfrazan de apariencias de virtud pero su intención
y corazón son torcidos, son aquellos que
aparentan vivir la virtud pero son sepulcros blanqueados.
Quizás,
al escuchar estas palabras, hayamos sentido la tentación de aplicarlas a personas
concretas que conocemos. Pero no caigamos tampoco nosotros en el error de ver
la paja del ojo ajeno y no caer en la cuenta de la viga que hay en nosotros.
“Un
árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos.”
Soy
cristiano, por el bautismo he sido injertado en Cristo. Por la unción del santo
crisma participo de la condición sacerdotal, real y profética de Cristo;
condición profética que nos es confiada nuevamente en el Sacramento de la
Confirmación por las que se nos renueva el mandato de Cristo a sus discípulos:
Id al mundo entero y enseñad a todas las gentes.
Es
cierto, que según los ministerios y funciones de cada uno en la Iglesia, no
todos tienen la misma responsabilidad: pero todos desde el Papa hasta el último
de los bautizados tenemos la obligación de vivir esta vocación profética con
radicalidad: sí, radicalidad evangélica, autenticidad… porque así lo exige
Jesucristo, así lo exige la aquel que es la misma Verdad.
Somos
profetas y por tanto hemos de anunciar la verdad y denunciar el error. Anunciar
con nuestras palabras: pero no sólo, pues muchas veces experimentamos la
contradicción que existe entre ellas y nuestras obras. Somos profetas y nuestras palabras han de salir de
una vida según la voluntad de Dios: “No todo el que me dice “Señor, Señor”
entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que
está en los cielos.”
Voluntad
de Dios que se concreta en los mandamientos y en las obligaciones de estado que
cada uno tenemos. Voluntad de Dios a la que hemos de conformar nuestras
palabras, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y afectos, nuestras
actitudes y disposiciones, en definitiva: nuestra vida.
“Por
sus frutos los conoceréis.” Somos falsos profetas cuando nuestros frutos no
corresponden a nuestra condición de cristianos e hijos de Dios, cuando nuestras
obras contradicen nuestras palabras, cuando teniendo que vivir las virtudes y
la vida de la gracia, vivimos enfangados en el pecado y en nuestras pasiones,
somos falsos profetas cuando nuestra vida cotidiana con nuestras
comportamientos y formas niegan nuestra condición.
Vivir
como profetas además en nuestro tiempo tan necesitado de la coherencia y de la
radicalidad. Que nadie tenga nada que decir de vosotros, más que bien. Nuestras
incoherencias son muchas veces ocasión de escándalos para los débiles y los
incrédulos. Tenemos pues una mayor responsabilidad en dar testimonio verdadero.
La Virgen María es árbol de
fruto bueno: escucho la palabra de Dios, cumplió su voluntad y nos dio el fruto
bendito de su vientre: Jesús. Nosotros acudamos a ella y que nos dé la gracia
también de ser buenos árboles y dar frutos buenos y abundantes: hacer
resplandecer a Cristo en el mundo. Sí, dejemos resplandecer a Cristo en
nuestras vidas, él es la única Verdad que salva.