miércoles, 7 de mayo de 2025

PATROCINIO DE SAN JOSÉ. Fray Justo Pérez de Urbel

 


 

PATROCINIO DE SAN JOSÉ

Miércoles despues del II domingo de Pascua

Fray Justo Pérez de Urbel

 

EN San José parece haberse realizado aquellas palabras que se dijeron del patriarca del Antiguo Testamento en quien el parece estar figurado: "Hijo de crecimiento es José, como un frutal en las corrientes de las aguas, cuyas ramas se extienden por los muros.'' Amigo de la oscuridad, pasó en la sombra su vida, y después de muerto continua largo tiempo silencioso y casi desconocido. Los santos doctores le celebraban, ciertamente, y los artistas le representaban en las escenas de la infancia del Señor: en el Nacimiento, discretamente retirado en un rincón; en la Circuncisión, presenciando con gesto dolorido la sangrienta escena; en la Presentación, llevando la jaula de los pichones, y en la huida a Egipto, caminando resignadamente con la maleta en una mano y en otra el ronzal del jumento. Sin embargo, su nombre no se había hecho popular, no había entrado en la devoción de los fieles. Nadie le consagraba un altar, nadie ponía cirios delante de su imagen, nadie se llamaba José.

Las primeras huellas de su culto se remontan al siglo XII. San Bernardo empieza a desentrañar el misterio de su grandeza; el abad Ruperto de Deutz celebra su lealtad admirable y su humildad prodigiosa; Santa Margarita de Cortona se pone bajo su protección, y Ludolfo de Sajonia pondera la importancia de su misión en el mundo. Agonizaba la Edad Media, cuando empiezan a aparecer los primeros altares consagrados en su honor. El cardenal Pedro de Ailly publica un libro hablando de sus excelencias; San Bernardino de Siena recorre los pueblos excitando a la devoción al Santo Patriarca; el sabio Gerson hace su panegírico en el Concilio de Constanza y canta sus glorias en himnos que luego la Iglesia ha incluido en su liturgia, y los artistas del Renacimiento se deciden a representarle como figura central de sus cuadros. Mas tarde, Suárez analiza los fundamentos teológicos de su culto; Santa Teresa ponía bajo su protección la mayor parte de sus conventos, y Urbano VIlI prescribía la fiesta del 19 de marzo, que no había de tardar en extenderse por toda la Iglesia. La brillante aureola del humilde carpintero iluminó el año eclesiástico, su devoción penetró en el corazón de la cristiandad con expresión cada vez más amplia y gozosa, su nombre se multiplicó, lleno de gracia y de armonía; como la prenda más segura de protección y felicidad; y poco a poco el mundo cristiano se dio cuenta de que en el Cielo tenía pocos intercesores tan amables, tan poderosos, tan generosos como el virginal esposo de la Virgen María. No tardó en aparecer, una fiesta conmemorativa de este poder y de esta bondad; fue la fiesta del Patrocinio de San José, universalizada y engrandecida por Pío IX en 1847; y como corolario de esta solemnidad, San José empezó a ser venerado como patrón de toda la Iglesia, que se postra a sus pies repitiendo las palabras de los egipcios delante del ministro hebreo: "Nuestra salud está en tu mano; míranos, y alegres serviremos al rey."

Nada más razonable que esta confianza. Escudriñando las palabras santas de los evangelistas, el espíritu cristiano ha descubierto en José al hombre que no vive para sí mismo, sino para los demás. No se pertenece; ni se le ocurre siquiera que se puede pertenecer: mientras vivió en la tierra, Jesús y María lo fueron todo para él. Dios se los confió como un depósito sagrado, y la custodia de ese depósito fue su única misión en la tierra; y cumpliendo su misión, realizó toda justicia, llegó a las cimas de la santidad y mereció la bienaventuranza del Sabio: "El varón fiel merecerá toda alabanza, y el que es custodio de su Señor será glorificado." José recibió en depósito un tesoro; de valor incalculable; Dios puso entre sus manos algo que tiene más valor que el mundo entero: el Verbo encarnado y su Santísima Madre. Fiel depositario, él los protegió a costa de sus sudores, los defendió de todos los peligros, los guardó religiosamente sin desfallecer un solo instante, y cuando el Señor vino a reclamarlos, se los entregó dulcemente, graciosamente, sin pedir por sus servicios otro premio que la misma confianza de su Señor. De esta manera mereció las alabanzas de toda la Iglesia y, antes de todo, las alabanzas de Dios, que sigue utilizando su bondadosa vigilancia para proteger lo más precioso que ahora tiene en la tierra, las almas redimidas por la sangre de su Hijo.

San José es el patrón de todas las almas que caminan sinceramente hacia Dios, de todos los afligidos, de todos los agonizantes; de todos los que se consagran a la vida de adoración y de silencio, que el llevó en la tierra; de todos los hombres de Vida interior; pero es particularmente el patrón y el modelo de todas las familias cristianas. Fue el jefe de la familia más noble que ha habido en la tierra. Apenas nos le figuramos de otro modo que en compañía de Jesús y de María. Los evangelistas y los santos doctores nos le representan siempre con ellos, ya formando la familia, dirigiéndola, protegiéndola, ya trabajando para ella y velando para ella, ya conversando y caminando con ella o muriendo en su seno. La Sagrada Familia fue el campo de su vida, de su solicitud, de su trabajo y de su muerte; y en ella supo reunir todas las condiciones necesarias para la felicidad doméstica. Primero, la autoridad, principio de toda sociedad y garantía del orden; después, la piedad, para la que se aseguran las bendiciones del Cielo; luego, el trabajo, que se preocupa de la subsistencia material, y finalmente; el amor, que trae consigo la paz y la alegría. ¡Qué pacífica y alegre descansaba la Sagrada Familia bajo las alas de su gobierno paternal! No faltaban las contradicciones ni las dificultades, persecución de príncipes, escasez de provisiones, fatiga de caminos, molestias de los elementos, malquerencias e ingratitudes de los hombres, tristezas, incomodidades, incertidumbre, y muchas veces el arca vacía y la olla triste. Sin embargo, era dulce vivir bajo el amparo de aquel hombre diligente, afanoso, solicito y trabajador. No había mejor consejero que él, ni apoyo más seguro, ni providencia más amable. De día vigilaba atento; de noche era sensible hasta a las insinuaciones de los sueños, a los más leves susurros de las voces de arriba. Por eso, en su amable paternidad, es el patrono nato y el Santo protector de las familias cristianas; por eso, en la intimidad de los hogares se levanta su imagen, impartiendo protección y derramando bendiciones. Pero hay, sobre todo, una familia que invoca y disfruta del Patrocinio de San José: es la gran asociación sobrenatural de los hombres, es la familia de Dios en la tierra, la Iglesia de Jesucristo. El ministerio terreno de San José tuvo como fin principal la persona de Jesús, y en torno de Jesús gira toda su actividad. Pues bien; la Iglesia, esposa de Jesucristo, es una continuación de Jesús, es su cuerpo místico, es, a través de los siglos, la prolongación de su Fundador. Ya en el Cielo, San José puede seguir ejerciendo su misión de la tierra. Como Jesús cuando era niño, esa Iglesia sufre persecuciones, tiene hambre de justicia, camina a través de los peligros y las asechanzas, necesita un apoyo celeste para realizar su obra salvadora. Como Jesús en el taller de Nazaret, ella tiende sus brazos; buscando otros brazos fuertes y amorosos. Y, ahora como antaño, el carpintero trabaja, sonríe, vigila, siempre silencioso e infatigable, y su mano protectora aparece mensajera de paz y de victoria en todas las horas malas, en todos los trances desesperados.