19 DE MAYO
SAN PEDRO CELESTINO
PAPA Y FUNDADOR (1215-1296)
SI algún santo ha sido humilde, éste se llamó Pedro Celestino. El título de Fénix de la Iglesia que se le da resulta por demás irónico, ya que apenas se le conoce Y, sin embargo, su vida está esmaltada de hechos excepcionales que reclaman un puesto honorífico en la Hagiografía eclesiástica.
Sí. Pedro Celestino es un santo esencialmente humilde: humilde con gestos de rara humildad. Y no parece —dice un autor— sino que el afán por huir de la gloria que caracteriza toda su vida ha influido también en lo que a la honra humana se refiere, para restarle, aun después de muerto, la universal admiración que se merece. Humilde, profundamente humilde en su hermosísima existencia, así como en esa Autobiografía encantadoramente sencilla que nos ha dejado, en la cual, sin pretenderlo, plasma su fina contextura moral.
Ve la luz en un pueblecito de los Abruzzos, llamado Isernia. La pobreza rodea la cuna del futuro papa Celestino V. «Mis padres, Angelario y María —nos cuenta ingenuamente— eran sencillos, pero justos delante de Dios y de los hombres. Como Jacob, tuvieron doce hijos, siendo su mayor deseo poder ofrecer alguno al Señor. Fue escogido el undécimo —él mismo—, que se llamaba Pedro, y en el que la gracia se manifestaba de manera maravillosa. Cuanto de bueno oía lo guardaba en su corazón y se lo refería luego a su madre, y le decía con frecuencia: Quiero ser un buen siervo de Dios».
No faltan las dificultades. Claro que el poder divino se manifiesta en seguida por las manos de este niño privilegiado —como cuando le manda su madre a recoger trigo en los campos y vuelve cargado, aunque media el invierno— pero tampoco escasean la necesidad, las tentaciones, la envidia, los obstáculos en los estudios, y aun la muerte prematura del padre. Está visto: su papel es el de José; más, como el hijo del Patriarca, todo lo vencerá su dulce energía interior, y la idea que ilumina su vida no se eclipsará nunca totalmente...
A los veinte años rompe con firme resolución los lazos que le atan al mundo y se parte a la soledad. En una selva próxima a Isernia pasa una semana de ayunos y oraciones. Sube luego a una áspera montaña y se sepulta en el hueco de una peña. Aquí vive tres años en lucha abierta con los demonios y en comunicación — también abierta— con los ángeles. Tras este insuave noviciado, se ordena de sacerdote en Roma y se retira inmediatamente al monte Morón, no sin antes tomar el hábito de San Benito en el monasterio de Faifola.
Una duda tremenda —espécimen de tentación— da ahora tormento a Fray Pedro: «San Benito y muchos otros santos —se dice— rehusaron el sacerdocio; ¿cómo, indigno pecador, me atrevo yo a tocar tan alto misterio?». Y se resiste a celebrar la santa Misa. Para vencer las repugnancias de su humildad, es necesario que una voz divina le diga: «¿Quién será verdaderamente digno, hijo mío? Sacrifica, a pesar de tu indignidad. Di la Misa con temor y temblor».
¡Oh la humildad de Fray Pedro! Envuelto en ella como en negra nube, quisiera hurtarse para siempre a las miradas de los hombres, y por eso peregrina de Morón a Magela, de Magela a Morón. Pero es inútil: su virtud le traiciona; los hombres le siguen, le persiguen; y no tiene más remedio que admitir en su compañía a algunos que se lo piden con más insistencia. De este modo nace la Orden de los Celestinos, llamada también de los Hermanos del Espíritu Santo, por habitar el divino Consolador entre ellos visiblemente en forma de paloma. Urbano IV, a petición del Fundador, la incorpora a la Orden de San Benito en 1262.
Hay un momento de profundo dolor en la vida de San Pedro Celestino. Es en 1294, cuando el Arzobispo de Lyon —delegado con otros Obispos— le notifica que ha sido elegido Sumo Pontífice. El Santo escucha la lectura de la Bula con los ojos arrasados en lágrimas. Luego, viendo que no hay posible escapatoria y temiendo, por otra parte, contrariar la voluntad divina, acepta resignado la pesada carga y toma el nombre de Celestino V.
Pero ¡qué profunda humildad! Montado en un pollino —a imitación de Jesús—, hace su entrada triunfal en Aquila, donde tiene lugar la coronación el día 29 de agosto. Su paso por los pueblos y ciudades del recorrido se señala con multitud de prodigios; entre otros, la curación de un paralítico.
La carga del Sumo Pontificado pesaba mucho sobre los hombros del solitario. Él, Fray Pedro, no podía avenirse con tan graves cuidados, ni con el fausto de la Corte papal. No; aquella vida no estaba hecha para un hombre de tan poca sociedad. El trono era la más terrible prueba que jamás había sufrido. Tenía que renunciar, abdicar...
Efectivamente: el 13 de diciembre del mismo año reúne en Consistorio secreto a los Cardenales y, con voz clara y potente, lee su renuncia a la tiara, pretextando —humilde hasta el fin— incapacidad y demérito.
Dos años después muere en el castillo de Fumona, pronunciando estas palabras: Todo espíritu alabe al Señor.
Petrarca pudo decir de él: «No ha mucho presenció el mundo un ejemplo sublime, al ver a Celestino descender del Solio pontificio para esconderse en la soledad. Algunos han visto en este suceso señales de un espíritu pobre y cobarde... Para mí es ésta la mayor prueba de su ánimo altísimo, libérrimo y celestial...».