09 DE MAYO
SAN GREGORIO NACIANCENO
OBISPO Y DOCTOR (328-389)
SI a San Gregorio Nacianceno le quitásemos el calificativo de santo, aún tendríamos al hombre cabal, superdotado; pero con él, su personalidad adquiere tonalidades carismáticas verdaderamente sublimes, cuyo maravilloso cuadro han rivalizado en trazar las plumas mejor cortadas de todos los tiempos. Es gran Doctor de la Iglesia Oriental —«pozo profundo y boca de Cristo», le llama su amigo San Basilio— es artista y sabio —lo es y lo sabe—, es el Teólogo por excelencia; más, primordialmente, es santo —y no sabe que lo es— y todos aquellos talentos, hermoseados por el encanto de esta virtud sencilla y naturalmente practicada, forman ese conjunto armónico, equilibrado y magnífico, que constituye el relieve estabilísimo de su gran figura...
A mediados del siglo IV vive en Arianzo —pueblecito de Capadocia— una familia de Santos: los padres se llaman Gregorio y Nona; los hijos, Gregorio,
Cesáreo y Gorgohia. Todos serán canonizados por la Iglesia; pero Gregorio —el hijo primogénito— eclipsará la gloria de los demás en su luminosa carrera hacia Dios. Para Nona, sobra decirlo, no hay tesoro más preciado que la inocencia y educación de sus hijos. Su amable solicitud, su bella pedagogía, eminentemente bíblica, sus santos ejemplos y palabras, hallan tempero propicio en el alma de este hijo predestinado, que será su obra maestra. Gregorio es bueno por temperamento. Además, el Cielo le favorece visiblemente desde su niñez. Oigámosle a él:
«Cierto día, advertí junto a mí dos vírgenes de extraordinaria hermosura. Su único adorno era una túnica blanca y sencilla. Sentí, al pronto, un estremecimiento celestial. Mas, ¿cómo manifestar lo que pasó en mi interior cuando ambas cubrieron de besos mi rostro infantil? «Somos —me dijeron— la Castidad y la Sabiduría... Síguenos... Verás los esplendores de la inmortal Trinidad». Esta visión deja huella vivaz en el alma delicada, fina y sentimental de Gregorio; y, cuando no fuera la clave de todas sus preeminencias, es el áureo broche con que el Cielo cierra su infancia.
Sobre el año 360 lo hallamos en Atenas, a. la sazón emporio de las artes y las letras, «Joya de Grecia», como él la Llama. Sediento de sabiduría que le acerque a Dios, ha frecuentado las escuelas de Nacianzo, de las dos Cesareas y de Alejandría. Hoy sabe ya tanto como sus maestros.
En Atenas recibió el Bautismo, para el que la Iglesia exigía larga preparación. Esta fecha marca un hito en su vida. A partir de aquí, su ideal se define claro, insoslayable: entregarse de lleno a la santidad. «He dado todo cuanto tengo —nos dice— a Aquel de quien lo he recibido: mis bienes, mi gloria, mi salud, mi lengua, mi talento. La misma elocuencia —lo único que ha poseído mi corazón— la he puesto a los pies de Jesucristo».
Más vislumbres divinos. En los bancos de la escuela ateniense traba entrañable amistad con un compañero de sus mismas ilusiones e inquietudes: es Basilio, el gran San Basilio. i Qué santa y providencial amistad! Ved su propio testimonio: «Sólo conocíamos dos caminos: el primero, el más amado, el que nos conducía a la iglesia; el otro, menos elevado, el que nos llevaba a la escuela... Nos servíamos uno a otro de maestro y celador, exhortándonos mutuamente a la piedad».
Un día, señalando a un condiscípulo, dijo Gregorio a Basilio: «¡Qué monstruo alimenta aquí el Imperio romano!». Visión de profeta: aquel joven pasaría a la Historia con el execrable nombre de Juliano el Apóstata.
En cambio, los dos santos amigos brillan en la escuela y conquistan sendas cátedras. Peco la gloria del mundo no les seduce. Basilio —que es el que lleva la iniciativa— propone retirarse a la soledad. Ambos están de acuerdo. En las orillas del Iris saborean por algún tiempo las dulzuras de la vida monástica. Una llamada angustiosa de Nacianzo viene pronto a robarles la paz, «que es el mayor tesoro de este asilo»: el padre de Gregorio —Obispo que es de aquella sede— viejo y enfermo, reclama la ayuda de su hijo. Él mismo le ordena de sacerdote y le adscribe a su diócesis.
Basilio se ha recluido ahora en un desierto del Ponto. Desde aquí escribe a su dulce amigo, invitándole a compartir «sus salmodias, sus vigilias y sus ascensiones al cielo por la contemplación...». Gregorio se deja convencer fácilmente, y durante algunos años vuelve a seguir «la escondida senda por donde han ido, los pocos sabios que en el mundo han sido». En este asilo de paz es, probablemente, donde compone sus admirables obras: sus Sermones «invencibles», que dice Bossuet, sus Cartas finas y elegantes, sus Poesías de estructura helénica e inspiración celestial...
Pero un día los hombres volvieron a sacarles de su divino encantamiento. Porfía inútil. Basilio es sublimado a la sede metropolitana de Cesarea; Gregorio, a las de Sásima, Nacianzo y Constantinopla, sucesivamente. Su ciencia y virtud extraordinarias realizan una labor imperecedera, que culmina con la presidencia del II Concilio Ecuménico —año 381—, en el cual se proclama la divinidad del Espíritu Santo. Pero su soberana elocuencia suscita envidias y rivalidades entre los herejes. Gregorio —hombre pacífico y pacificador— «consiente en ser Jonás por el bien de la nave», y se retira a su pueblo natal, donde, en 389, halla la paz del alma. en el eterno abrazo con Dios. ¡Bien ganada se la tenía!...