Homilía en la fiesta de Santa Paula Romana
Sábado 26 de enero de 2019
Convento de MM Jerónimas de Toledo
“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa.”
Estas palabras del salmo 15, que hemos
cantado, expresan el convencimiento del salmista que ha hallado en Dios la
fuente de su alegría, felicidad y salvación.
Este salmo que la liturgia de santa
Paula nos propone es la expresión orante del alma que convencida de la vaciedad
y caducidad de los bienes de este mundo, sabe que sólo Dios permanece y que sólo
en él puede encontrar su felicidad. El
salmista los expresa así: “Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen.”
“Sólo Dios basta” dice Santa Teresa en su
poesía y añade el Papa Benedicto XVI: “Sólo él sacia el hambre profunda del
hombre. Quien ha encontrado a Dios, lo ha encontrado todo. Las cosas finitas
pueden dar la apariencia de satisfacción o de alegría, pero sólo lo Infinito
puede llenar el corazón del hombre.”
Porque, queridos hermanos, ¿quién
puede llenar nuestro corazón si no aquel mismo que lo ha creado?
¡No pensemos que la idolatría es cosa
del pasado! El hombre no puede vivir sin Dios, y cuando se olvida, rechaza o
desconoce al Dios verdadero, se fabrica sus propios dioses e ídolos. El hombre
moderno, que se jacta de no creer en Dios, se ha fabricado nuevos dioses, que
son ya viejos: dinero, sensualidad, fama… pero nada de eso le da la felicidad.
El salmista ha llegado a esa
experiencia: “Solo Dios basta”; -como lo han hecho tantas almas santas, como
santa Paula- y por ello detesta y
rechaza a los ídolos de este mundo y también a aquellos que se van tras ellos.
Y por eso su corazón exulta y rebosa y exclama: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano:
me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.”
¿Diríamos nosotros lo mismo? ¿Exultaríamos
nosotros exclamando: El Señor es lote de mi heredad y mi copa?
¡Cuántas veces, a pesar de saberlo y
ser conscientes de que “Solo Dios basta”, andamos ansiosos tras las felicidades
falsas, caducas y pasajeras!
¡Cuántas veces ponemos nuestra
felicidad -buscamos nuestra felicidad- en los bienes de este mundo, en la fama
y la gloria mundana, en el placer y la sensualidad!
¡Tantas veces experimentamos lo que
san Pablo dice en la carta a los romanos: “Según el hombre interior, me
complazco en la ley de Dios; pero siento otra ley en mis miembros, que va
luchando contra la ley de mi razón y me va encadenando a la ley del pecado que
está en mis miembros.
¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará
de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo, Señor nuestro, me
veré libre!”
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa.
Los santos son los hombres y mujeres verdaderamente libres. Libres no
solo de la esclavitud del pecado que encadena y destruye; sino libres de todo
apego desordenado a las realidades creadas, a los bienes materiales o
espirituales. Libres para la tarea del amor pues nada de este mundo les ata e
impide amar a Dios sobre todas las cosas.
El salmista siente esa libertad: Solo
Dios basta, solo Dios es su lote y su heredad y nada quiere saber ya de los
dioses y señores de este mundo.
Santa Paula, a quien tenéis como madre de vuestra vida monástica, llegó
también a esta experiencia de fe.
Nacida de familia noble y acomodada, bautizada en la fe cristiana es
criada y educada entre las comodidades de su tiempo y de su clase social.
Contrae matrimonio y es madre de 5 hijos. Ante todos sus conocidos es ejemplar
en su vida cotidiana. Pero, sin percibirlo como malo, vive apegada a lo mundano.
Enviuda con tan solo 33 años, y es a partir de aquí, de esta experiencia
dolorosa, cuando la vida de Paula cambiará radicalmente.
El trato y amistad con santa Marcela, viuda romana que asombraba a todos
los habitantes de Roma por el rigor de sus penitencias, hizo que santa Paula se
decidiese a llevar una vida dedicada sólo a Dios.
Hay algo maravilloso siempre en la vida de los santos. Y son esos
encuentros providentes entre ellos, que los impulsan hacia la entrega verdadera
al amor. ¡Los santos realizan la mejor
evangelización que es la de la propia santidad que irradian y comunican a los
otros! Una razón más para que recordemos la obligación de ser santos, porque nuestro
mundo de hoy lo necesita. ¡Sí, tenemos un deber de ser santos! No solo por nosotros
sino para que muchos otros lo sean.
Paula se hace todo un programa de vida: come sencillamente, duerme sobre
saco, renuncia a las diversiones y a la vida social, reparte sus bienes entre
los pobres y se aparta de todo aquello que pueda distraerla de Dios.
Y nuevamente otro encuentro providencial: conoce a San Jerónimo en Roma,
al hospedar a san Epifanio de Salamis y a San Paulino de Antioquía. Paula queda
prendada ante el ejemplo de su vida y la profundidad de su enseñanza.
Pero Dios le pedía más, le llamaba a una vocación más alta y ella así lo
sabía.
Paula aprovecha la cercanía de san Jerónimo, asiste a sus enseñanzas, se
deja guiar por este pastor de almas.
Pero el ambiente y la vida en Roma se hace cada vez más
insoportable.
San Jerónimo sufre el ataque de los envidiosos y la calumnia. Decide
abandonar la ciudad y retirarse a Palestina para llevar una vida de penitencia,
oración y estudio.
Paula siente la llamada de seguirle, y como un nuevo Abraham, abandona su
casa, su parentela y se va hacia la Tierra Santa acompañada de su hija santa
Eustoquio y otras mujeres piadosas.
Allí, en Belén, donde el Dios Omnipotente se hizo pequeño, Paula –la
pequeña- comienza a imitar a su Dios. Establece un monasterio llevando una vida
reglada de servicio a Dios. Paula la gran dama de la ciudad de Roma se ha
escondido a los ojos del mundo, para servir sólo a Dios.
Después de haber renunciado a la pomposidad del mundo, después de haber
pasado por el trance doloroso de la muerte de su esposo y de alguna de sus
hijas, después de vender su bienes, y abandonar su patria sin saber muy bien
como saldrá aquella locura –vista así
por los hombres sin fe- puede exclamar desde los más profundo: El Señor
el lote de mi heredad y mi copa. Me ha tocado un lote hermoso me encanta mi
heredad.
Con san Pablo –como hemos escuchado en la segunda lectura- ella misma
puede decir: “Todo
lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún,
todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo
Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar
a Cristo y existir en él. No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté
en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo Jesús lo obtuvo
para mí.”
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa.
Queridos hermanos: ¿Deseamos nosotros que estas palabras sean
pronunciadas en verdad desde lo más íntimo de nosotros mismos? ¿Queremos que el
Señor sea nuestro lote y nuestra copa?
En la primera lectura tenemos una
enseñanza importante si queremos llegar a esta experiencia de fe. Narra la
vocación de Abrán. Ante la llamada de Dios, una llamada que implica una
renuncia –sal de tu tierra y de la casa de tu padre- pero que conlleva una
bendición incomparable –haré de ti un gran pueblo y te bendeciré-, Abrán
obedece a la palabra de Dios.
Todo somos llamados:
Primero llamados a la vida
Segundo llamados a la fe,
Tercero llamados a vivir nuestra fe en una vocación concreta en el
matrimonio o la vida consagrada.
Cuarta y última: llamados a la vida eterna.
Entre estas llamadas, hay muchas otras que Dios nos hace cada día… a través
de la voz de su Iglesia y sus pastores, a través de su Palabra, a través de las
mociones que el Espíritu Santo hace en cada alma… y ante cada una de estas
llamadas, la respuesta ha de ser la obediencia a Dios, que se expresa en su
Palabra, en sus mandamientos, y para vosotras queridas madres jerónimas en
vuestras reglas y constituciones.
Palabra de Dios que se hace actual y viva por la acción del mismo
Espíritu Santo que la inspiró.
Palabra de Dios dirigida a nosotros cuando se la acoge en la oración y es
escuchada en la fe de la Iglesia.
Palabra de Dios ante la cual no podemos
cerrar el oído. “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón.”
–nos hace repetir la Iglesia cada día en el oficio divino.
Palabra de Dios que se hizo carne para hacerse pan en la Eucaristía y ser
nuestro alimento y estar y morar a nuestro lado.
Aquel que es la Palabra del Padre, lejos de resonar a distancia, está
aquí en nuestros sagrarios, vendrá aquí a nuestros altares.
Santa Paula como todos los otros santos, como se nos ponía de manifiesto
ayer en la conversión de san Pablo, llega a la santidad porque se encuentra con
Jesucristo vivo: él es tesoro escondido por el cual se vende todo, Jesucristo
es la perla preciosa por la que vale la pena perderlo todo, incluso la propia
vida como testifican con su sangre los mártires.
Permitidme repetir esa cita del Papa Benedicto XVI en su primera
encíclica Deus Caritas est: “No se comienza a ser cristiano –y por tanto
no comenzamos a ser santos- por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona y este es Jesucristo. Él da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva.”
El encuentro con Cristo y el trato auténtico con él no puede dejarnos
indiferentes. Si escuchamos su palabra, si los recibimos en los sacramentos
–particularmente en la Eucaristía y la Penitencia-, si tratamos con él en la
oración… nuestra vida no puede ser igual a la de los que no creen, a la de los
que no le conocen. Nuestra vida y con ella todos sus aspectos se orienta a
Jesucristo, se ilumina en Jesucristo, se ve transformada y modelada por
Jesucristo.
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa.
Queridos todos:
Quiero en esta tarde decir con todos
vosotros: “el Señor es el lote de mi heredad y mi copa: Me ha tocado un lote
hermoso, me encanta mi heredad.”
Quiero decirlo agradeciendo el
testimonio de los santos, de Santa Paula, su entrega, su valentía, su
generosidad, su amor.
Quiero decir “el Señor es mi lote y mi
heredad” agradeciendo el don de la vida, regalo del amor de Dios y con ella
todo lo que Dios nos ha dado, muy especialmente nuestras familias y amigos, tantísimos
bienes espirituales y materiales.
Quiero decir “me encanta mi heredad” agradeciendo
el don de la fe: que nos abre el entendimiento a lo que ni hubiésemos podido
sospechar, agradeciendo el don de la caridad que nos diviniza, agradeciendo el
don de la esperanza que nos hace capaces de vivir confiados con nuestra mirada
puesta en el cielo.
Queridas Madres Jerónimas de este
monasterio de san Pablo de Toledo, queridos hermanos sacerdotes presentes,
queridos fieles: quiero decir “Me ha tocado un lote hermoso” agradeciendo a
Dios el don de mi vocación y el don de vuestra vocación y entrega: un signo del
amor de Dios que elige a lo que no cuenta y lo que no sirve para que su
Omnipotencia y su gloria resplandezca más grandemente descabalgando a los
soberbios y sabios de este mundo. Todos nosotros podemos hacer nuestras las
palabras de la Virgen Santísima: “El Señor ha hecho en mí maravillas.”
Quiero decir “me encanta, me encanta
mi heredad” agradeciendo a Dios, el habernos hechos sus hijos adoptivos y
concedernos por herencia el cielo.
¡Sí! Es verdad. “Me ha tocado un lote
hermoso, me encanta mi heredad.”
Pido en esta tarde por intercesión de
santa Paula que nos sea concedida la docilidad a la palabra de Dios, la virtud
de la pronta y exacta obediencia, la perseverancia en el bien, la fuerza para
huir de las ocasiones de pecar y ofender a nuestro Señor y sobre todo que se
renueve en nosotros la virtud del amor a Jesucristo.
Así,
como el salmista podremos decir:
“Tengo
siempre presente al Señor,
con
él a mi derecha no vacilaré.
Por
eso se me alegra el corazón,
se
gozan mis entrañas,
y mi
carne descansa serena.
Porque
no me entregarás a la muerte,
ni
dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me
enseñarás el sendero de la vida,
me
saciarás de gozo en tu presencia,
de
alegría perpetua a tu derecha.
Amén.”