COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
VIERNES DESPUÉS DE CENIZA
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
Si escuchamos a
Jesús, en quien Dios asumió un cuerpo mortal para hacerse cercano a cada hombre
y revelar su amor infinito por nosotros, encontramos esa misma llamada, ese
mismo objetivo audaz. En efecto, dice el Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto» (Mt 5, 48). ¿Pero
quién podría llegar a ser perfecto? Nuestra perfección es vivir como hijos de
Dios cumpliendo concretamente su voluntad. San Cipriano escribía que «a la paternidad de Dios debe corresponder un
comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la
buena conducta del hombre» (De zelo et livore, 15: ccl 3a, 83).
¿Cómo podemos imitar
a Jesús? Él dice: «Amad a vuestros enemigos y
rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial»
(Mt 5, 44-45). Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su
corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios:
realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la
eternidad. El apóstol san Pablo añade: «¿No sabéis que
sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3,
16). Si de verdad somos conscientes de esta realidad, y nuestra vida
es profundamente plasmada por ella, entonces nuestro testimonio es claro,
elocuente y eficaz. Un autor medieval escribió: «Cuando todo el ser del hombre se ha
mezclado, por decirlo así, con el amor de Dios, entonces el esplendor de su
alma se refleja también en el aspecto exterior» (Juan Clímaco, Scala
Paradisi, XXX: pg 88, 1157 B), en la totalidad de su vida. «Gran
cosa es el amor —leemos en el libro de la Imitación de Cristo—, y bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo
lo pesado, y lleva con igualdad todo lo desigual. El amor quiere estar en lo
más alto, y no ser detenido de ninguna cosa baja. Nace de Dios y sólo en Dios
puede encontrar descanso» (III, v, 3).
Benedicto XVI, 20 de
febrero de 2011