JUEVES DE LA I SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
El pasaje evangélico
comienza con la indicación de la región a donde Jesús se estaba retirando: Tiro
y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra pagana. Allí se encuentra con una mujer
cananea, que se dirige a él pidiéndole que cure a su hija atormentada por un
demonio (cf. Mt 15,21-28). Ya en esta petición podemos descubrir un inicio del
camino de fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La
mujer no tiene miedo de gritar a Jesús: «Ten compasión de mí», una expresión
recurrente en los Salmos; lo llama «Señor» e «Hijo de David», manifestando así
una firme esperanza de ser escuchada.
¿Cuál es la actitud
del Señor frente a este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer
desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la
intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el
dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: «Cristo se mostraba
indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar
su deseo». El aparente desinterés de Jesús, que dice: «Sólo he sido enviado a
las ovejas descarriadas de Israel», no desalienta a la cananea, que insiste:
«¡Señor, ayúdame!». E incluso cuando recibe una respuesta que parece cerrar
toda esperanza -«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los
perritos»-, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y
humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo una mirada, una
buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una respuesta de fe
tan grande y le dice: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas».
Queridos amigos,
también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con
libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos
la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús pidió que
recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de
todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la
identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida,
para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la fe crece, crece
con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don de Dios, que se
revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe
responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor
profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por eso, cada día
nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe
vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de
Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Cor 2,13-14), que se deja interpelar por la
Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.
Queridos hermanos y
hermanas, alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha profunda de
la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración
personal como «grito» dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María, a la que mañana contemplaremos en
su gloriosa asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y
testimoniar con la vida la alegría de haber encontrado al Señor.
Benedicto XVI, Ángelus del 14 de agosto de 2011