lunes, 10 de abril de 2017

LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO EN SU PASIÓN (1). AMOR AL PADRE. San Alberto Hurtado

Pasión... Los sentimientos de Cristo.

Acabamos de ver lo que Jesús sufrió por mí: todo lo que dejó, todo lo que entregó, de cuánto se despojó: Exinanivit... llegó al aniquilamiento. Pero no es lo más importante dejar algo, entregarlo realmente: lo más importante es el sentimiento interno que acompaña esta entrega. Con frecuencia nosotros al entregar algo que se nos pide, lo damos, pero quedamos amargados, protestando interiormente. Nuestra donación no es completa.

Vueltas sobre nosotros mismos: desalientos, crisis de empequeñecimiento... en algunos esto va minando la vida, "haciéndolos realistas" como algunos dicen; con "experiencia"... no esperan nada; y no se atreven a entregarse a ninguna obra grande por temor a los desgarramientos que tendrán que sobrevenir. Es un vivir como peregrinos, pero no por rectitud de intención, sino por falta de espíritu de sacrificio. La causa ha sido una deficiente entrega interior. La luz de mi espíritu no ha sido pura y simple. Cristo, en cambio acompaña su donación externa de una donación mayor aún si cabe.

Veamos cuáles son los sentimientos de Cristo.

1. Un intenso amor al Padre. Para esto ha venido al mundo, para hacer su voluntad, para agradarle. Él sabe que siempre lo oye, que Él está en el Padre y el Padre en Él, pero sin embargo, se recoge con frecuencia a orar como para hacer más íntima, si cabe, una unión que no puede ser mayor porque el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre.

La Pasión, lo reconoce en todo instante, es el Cáliz del Padre, calix quem dedit mihi Pater, non bibam illum? Y porque a la voluntad del Padre la ama con vehemencia: con un Bautismo he de ser bautizado y ¿cómo deseo que llegue pronto ese momento? Se refería al Bautismo de su Sangre que iba a derramar para realizar la voluntad de su Padre de los Cielos.

Ese amor al Padre prorrumpe en cada momento en manifestaciones que revelan la íntima unión de sus voluntades. Todo el capítulo 16 de San Juan está lleno del recuerdo del Padre con el cual está Él unido, al cual va, pero viene el capítulo 17 y no es más que una oración al Padre:

"Padre, la hora, ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti. Le has dado poder sobre todo el linaje humano para que dé la vida a todos los que les has señalado. Y la vida eterna consiste en conocerte a ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo a quién Tú enviaste. Yo, por mí te he glorificado en la tierra: tengo acabada la obra, cuya ejecución me encomendaste. Ahora ¡glorifícame tú! ¡oh Padre! en ti mismo, con aquella gloria que tuve yo en ti antes que el mundo fuese. Yo he manifestado tu nombre a los hombres que me has dado del mundo; tuyos eran y me los diste, y ellos han puesto por obra tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste viene de ti. Porque yo les dí las palabras que me diste y ellos las han recibido, y han reconocido verdaderamente que yo salí de ti y han creído que tú eres el que me ha enviado..."

Oración entera que es una conversación con el Padre (leerla). ¡Oh, Padre justo! El mundo no te ha conocido; yo sí que te he conocido y éstos han conocido que tú me enviaste. Yo por mi parte les he dado y daré a conocer tu nombre para que el amor con que me amaste, en ellos esté y yo en ellos (25, 26).

Termina esta pública oración al Padre, este volcar los sentimientos más grandes que jamás se hubieran expresado entre los hombres, y Cristo se levanta ¿para qué?, ¿a tomar algún descanso? Para intensificar su oración con el Padre, para sin testigos, a solas adentrarse en la oración, por más que sabía que su Padre ejercitaría a esa hora la justicia que Él viene de exaltar, y la ejercitaría con su dolor por los pecados del mundo. Se retiró a orar: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya... Padre... tu voluntad. He aquí la idea dominante de esa larga plegaria tres veces interrumpida por el desborde de la amargura, para volver a lo mismo: ¡Padre! ¡Tu voluntad!

Es apresado y, en silencio, continúa unido al Padre: en su amor se arraiga para resistir al vendaval, y así como esos robles que sacudidos por fuertes vientos se arraigan más en la tierra, una vez pasado el temporal, Jesús tiene ocasión de repetir más y más veces la súplica: Padre, no mi voluntad, sino la tuya... En la cruz, públicamente, vuelve en sus palabras postreras a hablar al Padre: perdónalos Padre; Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?, pero no me quejo, oh Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya... En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu...

Toda la vida de Cristo Jesús no tuvo más que una finalidad: cumplir la voluntad de su Padre, glorificar a su Padre, satisfacer a su Padre por los pecados del pueblo; esos crímenes no habían arrancado una palabra de dolor que satisfaciera a la santidad de Dios; Él daría esa palabra y satisfacción adecuada.

¡Qué norma más clara, más precisa, más digna de una vida que la voluntad y el amor del Padre! Es la única norma digna del cristiano, que debemos estar refrescando continuamente.

Y para cumplir esa norma, un recurso constante es la oración, un arrojarse en el seno del Padre para fortalecerse con su mirada. La oración es la fuerza del hombre. Jesús oraba en medio de sus trabajos; jamás perdía de vista a su Padre de los cielos y en largos momentos de su vida a Él volvía: en el prolongado ayuno del desierto; antes de los grandes acontecimientos de su vida, por ejemplo, la elección de los Apóstoles; las noches especialmente eran una prolongada oración... y estos últimos momentos no son más que una ininterrumpida plegaria.

Para nuestros sacrificios, para los grandes dolores, que tal vez el Señor querrá que soportemos en este siglo que habrá de marcarse con el testimonio de los cristianos, las primeras normas son: refrescar el fin de mi vida: mi Padre Dios, Creador, Redentor, Santificador, Glorificador... Mi vida viene de Él y a Él va... Todo lo demás es como si no fuera; no tiene valor en sí. Ojalá cada vez más claro Dios Padre y su Hijo Jesús en el Espíritu Santo sean la norma única de mi vida. Y frente a las seducciones cada vez mayores de los sentidos acudir al retiro, a la meditación, para desempañar esos anteojos que me impiden ver la única gran realidad, Dios; las demás son muñecas, carentes de sentido frente a Dios, lo eterno, el ser por excelencia, a Dios que es Amor.

Y la oración, oración frecuente, ardiente, humilde para entrar en comunicación con mi Padre de los Cielos: una oración como la de Cristo, llena del deseo de la gloria del Padre. Yo te he glorificado a Ti... La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero. Yo he manifestado tu nombre a los hombres que me has dado del mundo. Yo les dí las palabras que tú me diste. ¡Quizás nuestra oración, a diferencia de la de Cristo, tenga que ser una súplica para que esto que Él realizó lo realice yo también!