DE HABLAR DE DIOS Y OIR
HABLAR DE EL NUNCA ME CANSABA
Era aficionadísima a los sermones, de tal
manera que si veía a alguien predicar con espíritu y bien, le cobraba un amor
particular sin procuralo yo, que no se quién me lo ponía. Casi nunca me parecía
el sermón tan malo, como para no escucharlo de buena gana; aunque los oyentes
juzgasen que no era bueno, era para mí recreo muy particular. De hablar de Dios
y de oir hablar de El nunca me cansaba, y esto después que comencé a hacer
oración (V 8, 12).