13 de noviembre. San Diego de Alcalá, confesor
Diego nació en España, en San Nicolás del Tuerto, diócesis de Sevilla. Hizo desde su infancia el aprendizaje de la perfección en una iglesia solitaria bajo la dirección de un piadoso sacerdote. Luego, para unirse más íntimamente a Dios, se encaminó a Arrizafa, al convento de los Frailes Menores llamados de la Observancia, donde profesó como lego bajo la regla de San Francisco. Sometido con ánimo gozoso al yugo de la humilde obediencia y de la observancia regular, y dedicándose sobre todo a la contemplación, recibió de Dios luces tan penetrantes, que hablaba de las cosas celestiales en forma admirable a pesar de carecer de formación literaria.
En las islas Canarias, donde fue guardián del convento de su Orden, y donde vio en parte satisfechas sus ansias de martirio por las muchas tribulaciones que soportó, convirtió a muchos infieles, con sus palabras y ejemplos, a la fe de Jesucristo. Fue a Roma en el año jubilar, con Nicolás V; y fue destinado a cuidar los enfermos en el convento de Ara Coeli, mostrando tan gran caridad que, a pesar de la carestía que afligía a Roma, los enfermos a él confiados, cuyas llagas curaba a veces besándolas, no carecieron de lo necesario. Brilló por una fe muy viva y el don de curar; hacía a los enfermos unciones en forma de cruz con el aceite de la lámpara de la imagen de la santísima Madre de Dios, objeto de su tierna devoción.
Sintiendo aproximarse, en Alcalá de Henares, el fin de su vida, y no llevando sobre sí más que una ropa usada y andrajosa, con la mirada puesta en la cruz, pronunció devotamente estas palabras del himno sagrado: Dulce leño, dulces clavos, que mereciste llevar al Señor, Rey de los cielos. Terminadas las cuales, entregó su alma a Dios, en la vigilia de los idus de noviembre del año de gracia 1463. Su cuerpo fue dejado varios meses insepulto para satisfacer el piadoso deseo de los que acudían a verle; y como si estuviera ya revestido de la inmortalidad, difundía un suave perfume. La fama de los muchos milagros con que resplandeció, movieron al papa Sixto V a canonizarle.
Oremos.
Oh Dios omnipotente y eterno, que por una disposición admirable, eliges lo que el mundo considera flaco para confundir a los fuertes: concede propicio a nuestra humildad, que por las piadosas oraciones de San Diego, tu Confesor, merezcamos ser sublimados a la gloria eterna en los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.