martes, 9 de agosto de 2016

¿QUIEN ES MI PRÓJIMO? Homilía del XII domingo después de Pentecostés





¿QUIEN ES MI PRÓJIMO?
Homilía del XII domingo después de Pentecostés
7 de agosto de 2016

¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.

Por el bautismo, hemos recibido la fe, don gratuito de Dios por el que tenemos conocimiento de lo que él ha querido revelarse. El don de la fe nos hace dichosos: porque vemos los que otros no han podido ver, porque oímos lo que otros no han podido oír.  Somos bienaventurados ante los hombres del Antiguo Testamento que no tuvieron la dicha de conocer la plenitud de la revelación. Somos dichosos ante tantos hombres de nuestro tiempo que no tiene fe y no ha recibido este don.

La fe nos da conocer a Dios con certeza, el mundo creado y la realidad que nos rodea; por la fe conocemos también quienes son aquellos semejantes a nosotros y nos da el conocimiento de nosotros mismos, de nuestro origen y de nuestro destino.

Por ello, la fe nos abre los ojos y los oídos. Otorga una nueva forma de ver y de entender el misterio del hombre y su relación con Dios y con toda la creación.
La fe no va en contra del hombre, como la gracia no destruye la naturaleza, la fe tampoco anula la razón humana, todo lo contrario: la libra de su fragilidad y de sus límites y la eleva  al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. La fe purifica nuestro entendimiento para que pueda ver y decidir correctamente.

La fe es un don inmerecido al que hemos de responder con amor y generosidad. “A quien más se le dio, más se le exigirá.” La respuesta al don de la fe es adaptar nuestra vida a ese don: apartándonos de aquellos que nos aleja y nos pone en contradicción con ella (el pecado) y obrando, pensando, sintiendo conforme a sus enseñanzas. Somos nosotros lo que hemos de adaptarnos a la objetividad de la fe, no es la fe la que se tiene que hacer a nuestra medida. Una fe hecha a nuestro capricho sería una idolatría.

«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».

Es la pregunta de un maestro de la ley, su intención no es pura. Pregunta para ver cuál es la respuesta de Jesús.  Pero la pregunta de este maestro es importantísima. Es la pregunta más importante que el hombre puede hacerse. Es la pregunta que responde a la sed interior de felicidad y el deseo de eternidad puestos por Dios en nuestros corazones.

Una pregunta que hemos de hacernos también a nosotros. ¿No la hemos hecho alguna vez? ¿Se la hemos hecho a Jesús en algún momento? ¿Realmente no importa “heredar la vida eterna”?
Tristemente, podríamos repetir la exclamación de san Juan de la Cruz: “¡Oh, almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma; pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!”

La gran mayoría de las personas viven ajenas a esta pregunta. La vida presente, sus ocupaciones y los deseos y necesidades a corto plazo los tienen totalmente absortos…  Incluso nosotros cristianos podemos a veces vivir tan ciegos y tan sordos a la voz de Dios que nos llama a la vida eterna.

Jesús –saliéndose de cualquier interpretación de escuela rabínica de la ley responde a este hombre refiriéndole a la Escritura: ¿Qué es lo que lees en la ley?  Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo».

El Maestro de la ley acierta en su respuesta,  va al centro de los preceptos divinos: el amor de Dios y el amor al prójimo.  Pues la fe, se resumen en el amor. “Quien ama ha cumplido la ley entera.”

Jesús no inventa una nueva ley, no contradice la antigua, sino simplemente exige su cumplimiento.  El camino para heredar la vida eterna es cumplir los mandamientos dados por Dios a Moisés en el espíritu de Jesús; pues el mismo se hace modelo para nosotros pues se encarnó “para darnos ejemplo de vida.” Jesús con su predicación y su propia vida nos revela el pleno significado de los mandamientos. No sólo el sentido literal de la prohibición o del mandato, sino todo lo que encierran en sí mismos en la comprensión de toda la revelación. “La letra mata, el espíritu vivifica” –decía el Apóstol Pablo en la epístola. Jesús, Maestro y Salvador de todos los hombres, atestigua  el valor perene y la universalidad de la ley divina: para todos en todos los lugares y circunstancias.

Ante la realidad del propio pecado, podríamos pensar que es imposible cumplir los mandamientos; pero sí es posible cumplir el Decálogo, pues Dios no puede exigirnos aquello a lo que no podamos llegar.  Con Jesús, sin el cual no podemos hacer ninguna obra buena, Jesús, nos hace capaces de ello con el don del Espíritu Santo y de la gracia que recibimos particularmente en los sacramentos.

Ante la respuesta acertada del rabino, Jesús le dice y nos dice a nosotros: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida.»

¿Y quién es mi prójimo?

El maestro, respondió bien, conoce cuál es el medio para heredar la vida eterna.  Pero busca justificarse, excusarse… Como este rabino también nosotros buscamos excusas, justificaciones… Como nuevos “Caínes” nos preguntamos buscando nuestros pretextos y evasivas: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?
Ante ello, Jesús narra la parábola del Samaritano que tantas veces hemos escuchado y leído. La conclusión es que EL PRÓJIMO NO ES EL OTRO que está a mi lado, sino que soy yo el que tengo que hacerme prójimo –próximo- del otro, salir de mi cerrazón y egoísmo y abrir mi corazón a amar a mis semejantes.
El mandamiento nuevo es amarnos los unos a los otros como Cristo nos ha amado. La parábola es un narración de lo que Dios ha hecho por nosotros. El hombre herido es la humanidad arrojada al borde del camino, agonizante por el pecado. Jesús es el buen samaritano, que se aproxima a nosotros, que se mueve a compasión, que cura las heridas, lo carga sobre sus hombres, y le ofrece la salud, la salvación.

Como Jesús también nosotros estamos llamados a amar al prójimo; aproximarnos a él. No vivir en nuestra fanal o burbuja de comodidad y bienestar. Una aproximarnos para hacer el bien, para amar: con obras de misericordia corporales y espirituales.
Una caridad hacia el prójimo que ha de ser verdadero amor: el deseo de bien del amado; incluso del prójimo que nos molesta, que no ha hecho daño, que no nos cae bien o que nos es indiferentes…
A María Santísima Madre del Amor hermoso le pedimos que nos enseñe a ser buenos samaritanos en este mundo insolidario y cada vez más egoísta. Que no pasemos de largo ante el hermano que sufre. Que seamos capaces de superar nuestras “fobias” en el trato fraterno en nuestra familia y en donde desarrollamos los diferentes ámbitos de nuestra vida.
A María Santísima le pedimos que nos enseñe a ver con los ojos de la fe el rostro de nuestros semejantes como verdaderos hermanos y que los tratemos como tales. A ella, le pedimos que nos abra los oídos de la fe para que poder escuchar la queja de aquellos que están al borde del camino, malheridos, despreciados por las personas importantes de este mundo.
La caridad siempre es una asignatura pendiente en la que hemos y podemos mejorar. Siempre se puede amar más y mejor.  Así lo pedimos.