26 DE NOVIEMBRE
SAN LEONARDO DE PORTO MAURICIO
FRANCISCANO (1676-1751)
ESTE Gran Misionero del siglo XVIII —como le llamó San Alfonso María de Ligorio— cuyas predicaciones dejaron tan profunda huella en toda Italia, mereció que el excelentísimo señor Pieragostini, obispo de San Severino, le dedicara el siguiente elogio, tan cabal como ingenioso: «Leonardo es un león —en latín leo— por el imperio de su voz, y un nardo que regocija a la Iglesia por la suave fragancia de sus ejemplos».
Celo de apóstol y virtud de santo: he ahí el nervio de aquella vida pura y ardiente que amaneció en Puerto Mauricio —Génova— el 20 de diciembre de 1676, y se extinguió en la Ciudad Eterna, entre célicos resplandores, el 26 de noviembre de 175.1.
La atmósfera que le rodea desde sus primeros años es sinceramente piadosa y, por sencilla, franciscana. El hecho de que cuatro de sus cinco hijos entren en religión, nos evita hacer el panegírico del hogar formado por Domingo Casanova y Ana María Benza. A los catorce años de edad, con el nombre de Pablo Jerónimo, sale de Puerto Mauricio, camino de la Ciudad Eterna, el futuro San Leonardo. Su tío paterno, Agustín Casanova, le costeará los estudios en el Colegio Romano, que dirigen los jesuitas. Es un joven de carácter franco y comunicativo, de viva inteligencia, de costumbres irreprochables. Pronto pone cátedra de religiosidad y aprovechamiento en medio de la bulliciosa ciudad estudiantil. Se alista en la asociación de los Doce Apóstoles, en la que quema sus primeras ilusiones misioneras. Intima con los Padres del Oratorio, quienes le ponen en las manos un libro de oro: la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales. Se ha dicho que a los que buscan los caminos del bien, Dios se les manifiesta a sí mismo como único y perfecto ideal. Leonardo siente también en su alma el aldabonazo del divino llamamiento. Y para seguirlo, no duda en romper con todo, hasta con su propio tío, que se opone tenazmente a su vocación religiosa. El porte modesto que observa cierto día en dos frailes franciscanos le decide por la seráfica Orden, en cuyo noviciado de Ponticelli ingresa en 1697. Al año siguiente hace la profesión religiosa, prosiguiendo los interrumpidos estudios en San Buenaventura del Palatino. Durante algún tiempo regenta la Cátedra de Filosofía, pero tiene que abandonarla por falta de salud. Para recuperarla lo envían sus superiores a Nápoles, y. luego a Puerto Mauricio, Lo que no logran la medicina, ni los aires nativos, se lo consigue la Santísima Virgen. Leonardo, agradecido, le promete consagrarse en lo sucesivo al apostolado misional, marco de sus ilusiones...
En efecto, a él dedica cuarenta años de su vida, hasta agotar todas sus fuerzas físicas, porque el espíritu, vivo y fuerte, no desfallecerá. Predica en los grandes centros urbanos —Roma, Florencia, Génova— y en las aldeas más humildes de Italia. Su celo no teme ni desdeña ningún auditorio: papas, cardenales, obispos, religiosos, profesores y alumnos universitarios, oficiales y soldados, gentes de mal vivir, pobres y mendigos. Más aún: para que nadie quede sin misionar, visita a los enfermos, a los presos y a los condenados, sin reparar en sacrificios. Sus sermones — publicados algunos después de su muerte, así como una colección de meditaciones, llamada Camino del Paraíso — son auténticas manifestaciones de piedad. Quince, veinte, treinta mil personas se congregan en torno del Gran Misionero. El milagro le acompaña siempre, fecundando sus obras y palabras. En Metálica, devuelve la vista a Francisca Benigni; en San Germán, las campanas tocan por sí solas, anunciando su llegada; el granizo asola las cosechas de un pueblo que se niega a recibirle. Raros, rarísimos, son los reacios a su llamamiento, aun en circunstancias en que la prudencia humana hace suponer lo contrario, como sucede en Gaeta y Liorna, donde un baile de máscaras acaba en procesión penitencial. Mas el secreto del éxito de Fray Leonardo no estriba en artificios retóricos. Posee, sí, todas las cualidades del orador popular —ancha simpatía, amplitud cordial, humanidad, comprensión, vehemencia, voz sonora, verbo ardiente— pero, si somete los más duros corazones al imperio de su voz apostólica, se debe, sobre todo, a su fe vivificante, a su caridad pacificadora, al influjo decisivo de su incomparable santidad.
El año 1740, falto ya de energías, manifiesta deseos de abandonar el apostolado activo. El gran duque de Toscana, Cosme III, le ha donado una casa —Santa María de l'Incontro— en la que, alejado del bullicio del mundo, podría esperar en paz la última llamada... Pero Benedicto XIV le dice:
— Hijo, soldado eres de Cristo. Has de caer con las armas en la mano.
Así fue. El Santo obedeció con alegre humildad. Diez años más de misiones gloriosas, dolorosas, coronaron su vida venerable y austera. Predicó el Jubileo de 1750 en la plaza Navona, con asistencia del Pontífice; la clausura del Año Santo, en la iglesia de San Andrés «del Valle»; en la erección del Vía Crucis del Coliseo, y —en una suprema jira misional— en la ciudad de Luca. El pueblo de Barbarolo recogió las últimas vibraciones apostólicas del Gran Misionero que, totalmente rendido y agotado, entregó su espíritu al Señor el 26 de noviembre de 1751, mientras, por orden suya, se entonaba el Te Deum...