22 DE NOVIEMBRE
SANTA CECILIA
VIRGEN Y MÁRTIR (+HACIA EL 178)
EVOCAR a Santa Cecilia es sentir en el alma aquel perfume de rosas y lirios que percibiera Tiburcio ante la virgen mártir, y escuchar las divinas armonías que los ángeles, con sus arpas de oro y sus cítaras de cristal, destilaron en el corazón virginal de la Santa Patrona de los músicos, cuya vida tiene trasparencia de vidriera iluminada, y es égloga rota, plegaria y canción...
Ni los siglos han podido resistir la fascinación de la gentil descendiente de 'los Metelli, celebrada por los fuertes como una heroína, invocada por las doncellas como espejo del ideal cristiano, venerada por todos los fieles, visitada por los peregrinos, cantada por los poetas, aureolada por la leyenda e inmortalizada por los maestros de la gubia y del pincel. ¿Como silenciar los nombres de Gauthier, Dolci, Rafael, Poussin, el Dominichino o Cimabue, que, en cuadros maravillosos, asociaron para siempre plásticamente la idea de armonía al nombre de Santa Cecilia, creando así una leyenda aún más bella que la que inspirara sus obras?
Ya en el ciclo de la liturgia primitiva surge luminoso este nombre. El Sacramentario leonino —siglo V— contiene nada menos que cinco misas en su honor. Y a la riqueza del florilegio litúrgico —rezumante de aroma, ritmo y poesía—, se une la de los templos dedicados a su memoria, entre los que destaca la iglesia de Santa María del Divino Amor, levantada sobre el emplazamiento del palacio consagrado por la sangre de la descendiente de los Metelli, y legado por la Virgen moribunda al obispo Urbano, representante del papa Eleuterio. Pronto Cecilia apa: rece hermanada en el Canon de la misa con Inés, Águeda y Lucía, «para que su nombre resuene todos los días del año en la música callada de la plegaria litúrgica». Durante la Edad Media, su fiesta llega a ser de precepto. Y, ya en los albores del Renacimiento, culminan todos estos honores en un raro privilegio: el patronazgo sobre la Música, título que hoy comparte con San Pío X.
Se ha discutido mucho la historicidad de la Passio Sanctæ Caciliæ. Hoy no se admite como auténtica. Pero, similar a la mayoría de las piezas hagiográficas medievales, es, indudablemente, eco de viejas tradiciones. De sus ingenuos y hermosos relatos se han sacado los formularios del Oficio, cuyo «tema» dominante es la oración a Dios por la conservación de su virginidad. «Mientras tocaba el órgano —cantántibus órganis— la virgen Cecilia cantaba al Señor dentro de su corazón, diciendo: «Háganse Señor, mi corazón y mi cuerpo inmaculados, para que no sea confundida». He aquí la frase que —deformada por el pueblo— da a la Santa el reinado de la armonía. Las Actas parecen claras. No era Cecilia la organista, sino que, mientras la música profana armonizaba el nupcial festín, ella, a coro con los ángeles, ejecutaba en su interior —incorde suo decantabat— un concierto más ideal y sublime, trocando el himeneo pagano en epitalamio celestial...
Las referencias de la vida de Santa Cecilia son escasas. Vástago clarísimo de una familia senatorial — los Cæcilii Metelli— gala y flor de la juventud femenina de Roma, «esta virgen gloriosa —dice la antífona— llevaba siempre el Evangelio sobre su pecho, y ni de día ni de noche interrumpía los divinos coloquios». Cecilia es cristiana. Ha consagrado a Cristo su doncellez. No obstante, consiente en desposarse con un patricio ilustre de la gens Valeria, con la esperanza de convertirle y ser más libre para servir a Dios. La página de sus bodas parece la estrofa de un poema divino. Cuando, ya. solos, la esposa advierte al esposo que hay un ángel vigilante entre sus cuerpos, «un ángel que acerca sus almas y desanuda sus brazos», Valeriano muestra interés por verle. «Lo verás —contesta la virgen— cuando seas puro. Sal de la ciudad por la Vía Appia, sigue a los pobres, busca al santo viejo Urbano y oye sus enseñanzas». El joven obedece, recibe el Baütismo, ve al' ángel de la pureza portador de sendas coronas de rosas y lirios y convierte a su hermano Tiburcio. Los tres son acusados ante el juez Almaquio y condenados a morir el año 178, durante la persecución de Marco Aurelio. Valeriano y Tiburcio por el degüello, pena de los clarísimos. A Cecilia, en atención a su alta calidad —y a su popularidad—, la obligan a extinguir su vida en el caldárium o sala de baño de su propia casa. La virgen patricia —amplia túnica verde orlada de cícladas de oro— se viste de gala para morir, y penetra serena, regia, en la cámara fatal. Pero el vapor asfixiante del hipocausto es para ella dulce refrigerio, y ha de intervenir el verdugo que, tras reiterados golpes inciertos —trémulo ante la majestad de Cecilia— abre una ancha brecha en aquel cuello de lirio, por la que, a los tres días, vuela al cielo la blanca paloma del alma... Depositado el cuerpo virginal en el cementerio de Calixto, y trasladado por Pascual I —821— a la Basílica romana de su título, fue reconocido en 1599 por el cardenal Sfrondati y hallado incorrupto. Recostada sobre el lado derecho, los brazos extendidos a lo largo del tronco, recogidos los pies con modestia e inclinado el -rostro hacia la tierra, como si escondiera el secreto del último suspiro. El joven escultor Stephano Maderno —que la soñó antes de modelarla— legó a la posteridad aquella púdica y sublime actitud en un mármol maravilloso, en el que «hay una piedad tan sincera que ennoblece a toda una época».