jueves, 20 de noviembre de 2025

21 DE NOVIEMBRE.- PRESENTACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

 


21 DE NOVIEMBRE

PRESENTACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

ESE a que los autores cristianos de todos los siglos han derrochado ingenio para iluminar el misterio de la infancia de la Madre de Dios, hemos de confesar que, históricamente, sigue siendo un misterio. Los Evangelios, que encierran la vida de Cristo hasta los treinta años en esta frase simple y desconcertante: erat súbditus illis —les estaba: sujeto—, no son más explícitos con respecto a la Virgen niña, joven. La Madre, como el Hijo, tiene también su «vida oculta»; esa vida que nuestra incansable y filial curiosidad quisiera desentrañar, para sorprender el abrirse maravilloso de la más pura y hermosa flor. Mas, ¿cómo violar el secreto de esta «fuente sellada» ? ¿Cómo traspasar la dorada verja de este «huerto cerrado»?...

Sin necesidad de recurrir a la graciosa y audaz leyenda de los Apócrifos tenemos una tradición muy respetable —legada en ritos, doctrinas y monumentos de venerada antigüedad— según la cual, la Santísima Virgen es presentada desde muy niña por sus padres en el Templo de Jerusalén, y educada allí en compañía de otras doncellitas de la misma condición social hasta el momento de sus desposorios con San José. Así se lee en el Himno de ciertos Breviarios antiquísimos:

Los padres de la Virgen Soberana,

en su esterilidad

alcanzaron de Dios el gran tesoro

de esta Niña sin par.

Cumplen su voto y al sagrado Templo,

de tres años no más,

llevan su prenda que, agradable hostia,

en él quiere morar.

Esta manera de pensar es enteramente ortodoxa. La Iglesia —sin empeñar su autoridad infalible— admite como verosímil este hecho que constituye el objeto fundamental de la fiesta de la Presentación, celebrada entre los griegos desde tiempo inmemorial e introducida en la Corte pontificia de Aviñón en 1371, si bien —alega Benedicto XIV— es cierto que «no se nos alcanza el tiempo, modo y circunstancias en que acaeció dicha presentación en el Templo».

¿Hay algo más natural y al propio tiempo más bello que asociar la juventud de María al santuario? Nada más en su punto en una época en que no pocos templos paganos cuentan a su servicio con considerable personal femenino, como vestales, guardadoras del fuego sagrado, cantoras, danzantes y sacerdotisas. La Biblia nos habla del sueño de Samuel, «en el templo en que estaba el arca del Señor», y de la «cámara de- los lechos» donde moraron durante seis años Joás y su ama de cría, ocultos en el santuario del Eterno. San Ambrosio escribe expresamente que «había en el Templo de Jerusalén vírgenes consagradas a su servicio»: ¿Puede extrañar a alguien ver entre estas «santas vírgenes» a la Reina de todas ellas? ¿Dónde, sino a la sombra del Santuario, pudo aprender la Escritura con perfección inimitable, como lo prueba el sublime canto del Magníficat, que es una trama de reminiscencias bíblicas, de citaciones implícitas de los Libros Santos?

La leyenda de la Presentación abunda en graciosas narraciones que, dentro de su infantilismo, alientan indudablemente un fondo de verdad. Así la de aquel autor que nos describe la escena con todo detalle: «Tenía el Templo quince escalones para subir a su puerta ; los que dividían la, estancia de las mujeres; paráronse sus padres para cambiarle el vestido por otro más lucido, o galán para aquellas bodas, dice Josefo, y descuydándose un poco, subió la sagrada Niña las quince gradas con tanto ayre, humildad, honestidad y hermosura y con tanta facilidad, como quien, encendida en el amor divino, iba a buscar en el templo material el templo vivo de Dios», No deja de tener su encanto esta deliciosa e inverosímil escapada de una niña de tres años, con la que, sin duda, quiere el autor significar la prontitud de la Virgen en ofrecerse a Dios, en prepararse a la acción fecunda de la gracia, de la que dará el Ángel testimonio al saludarla Gratia plena...

Santos ha habido también —como San Jerónimo y San Ambrosio— que han pagado su pequeño tributo de ingenuas y piadosas invenciones. Generalmente, lo mismo los Santos que los teólogos, hacen caso omiso de las «circunstancias». Pero unos y otros admiten la verdad fundamental de esta tradición, a saber: que María, elegida para esposa del Espíritu Santo, consagra a Dios su doncellez en el Templo, pasando inadvertida en el silencio y en la humildad, mientras llega la hora en que Dios le revele su grandioso destino de Madre del Verbo. «Al Templo es conducida —dice Santo Tomás de Villanueva— a fin de que, por obra del Cincelador, del gran Artífice, el Espíritu Santo, sea esculpida en ella la «santidad del Señor». Es lo de la lección IV del Breviario: «Fue presentada en el Templo para que, plantada luego en la casa de Dios y enriquecida por el Paráclito como fructífera oliva, albergase en sí todas las virtudes, como quien había de librar su espíritu de la concupiscencia en esta vida, conservando virgen el alma y el cuerpo, cual convenía a la que iba a concebir al Verbo de Dios». Consagra por entero su cuerpo al Señor, y su ofrenda le merece la Divina Maternidad.

¡Hermosa doncellez la de María, sobre la que flotan ya, como aurora inminente, las palabras dulces y turbadoras del salmista: «Escucha, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo y la casa de tu padre, porque el Rey se ha enamorado de tu hermosura»!...