13 DE NOVIEMBRE
SAN EUGENIO III
ARZOBISPO DE TOLEDO (+657)
NO de los personajes más extraordinarios y cautivadores, más sabios y santos, más íntegros y dulces, más elevados y de más recia simplicidad que ha alumbrado el seno fecundo de España en el decurso de su historia, se llamó Eugenio III de Toledo: figura alta y señera —cuerpo menudo y alma gigante—, cuyo espíritu «batió las alas en las alturas de la santidad, en los Vuelos de la poesía, en los acordes de la música y en las elevaciones de la ciencia»...
Hijo del conde de las Escancias, pasa su niñez en la Corte toledana; pero de tal modo señorea su espíritu la orientación religiosa y la gracia del Cielo, que, en la flor de la edad, no siente la seducción del señuelo palaciego, ni sueña con medros innobles. Es un joven serio e inquieto — «en mí se empujan los anhelos como las estrellas que en el cielo tiemblan» —, con alma de músico y de poeta, llena de ideales santos, de aspiraciones nobles, de grandes proyectos de salvación; un joven enamorado de la paz, del silencio y de los libros, entre los cuales, «me olvido de los clamores tumultuosos de las cosas mundanas, y la mano del reposo acaricia mi espíritu». Ama concretar su ideal en esta bella oración: «¡Oh Rey y Señor, que sostienes la gran máquina del mundo, haz que sea siempre afable, veraz, humilde, prudente, guardador del secreto y cauto en el hablar! Dame un compañero fiel, un amigo invariable, un servidor dulce, sobrio y amante de la castidad. No quiero riquezas ni dignidades: sólo te pido la salud amada, Y lo que basta para vivir».
Era un plan de vida demasiado sublime para el ambiente cortesano en que vivía, y hasta para la clerecía de Toledo a la que llegó a pertenecer. Al fin, se decidió a dar el salto heroico de la corte al claustro. Fue éste el monasterio benedictino de Santa Engracia, en la ciudad de Zaragoza. Allí —cabe el sepulcro de los santos Mártires— el joven aristócrata trocado en monje vio la realización de sus soñadas ilusiones, el colmo de su apetecido reposo. El libro fue «su compañero fiel, su amigo invariable». En San Braulio encontró al maestro y director providencial en la ciencia y en la virtud. Por el cauce de su pluma dulce y doliente se derramaron las mieles de unos versos sinceros y espontáneos, «de los cuales parece salir una racha de aire cargado de resonancias y perfumes lejanos». Y para abroquelarse contra el demonio de la inquietud, de la desazón espiritual, colocó en la cabecera del lecho este pensamiento de oro: «Llevo un signo de amor y de paz; huye, Satán, padre del odio».
Sin embargo, no había llegado aún a la meta de su destino en la tierra.
La voluntad de Dios, manifestada primero por boca de San Braulio, lo saca de su apacible retiro para hacerle Arcediano de la Basílica arzobispal. Y en el año 646, tras largo forcejeo entre el rey Chindasvinto y el Prelado zaragozano —cuya inapreciable correspondencia se conserva—, es puesto al frente de la Iglesia toledana, huérfana por muerte de Eugenio II. «Sucedió un Eugenio a otro Eugenio —escribe San Ildefonso—. Perteneciendo este esclarecido sacerdote a la iglesia real, se aficionó a la vida monástica; arribó con gran fervor a Zaragoza; se consagró a los sepulcros de los Mártires; profesó y siguió gloriosamente los estudios de la sabiduría y el propósito de monje. De allí con violenta mano fue arrebatado y colocado en la Silla episcopal, en la que pasó una vida más llena de los merecimientos del alma que de las fuerzas del cuerpo: era éste delicado, escaso su vigor; empero, grande y alentado el de su espíritu, con que consiguió la perfección en las letras y alcanzó las costumbres de las virtudes». La «inmolación de Eugenio a su Criador en aras del Episcopado» es un mérito personal y un gran triunfo de Chindasvinto. «Con esto —dice el Rey a San Braulio— ganaréis vos mismo en alabanza, contribuyendo a que un sujeto formado en vuestra misma doctrina dé nuevo esplendor a la Santa Iglesia Católica». Ambos contribuyen, y España les agradecerá siempre este extraordinario servicio a la fe y a la cultura patrias. Porque el nuevo Pastor brilla con luz propia e indefectible en todos los estadios de la ciencia y de la virtud, y gobierna con admirable celo y discreción. Lo delicado de su naturaleza no es óbice que reste bríos a su espíritu gigante, vertido totalmente en la apostólica actividad. Reúne, preside e ilumina los Concilios VII, VIII, IX y X de Toledo; trabaja con empeño incansable en extirpar las viciosas costumbres de su época; acomete la reforma del clero y la del canto sagrado; patrocina el esplendor de la liturgia visigótica; dirige a los Reyes; lucha con los arrianos; forma ilustres discípulos, entre los que descuella San Julián; escribe varias obras —ánforas de su alma— en prosa y en verso, como el Tratado de la Trinidad, el inspirado epigrama Reintegración de la paz —«canto alborozado de la vida sobre la muerte»—, y la corrección del Exámeron de Draconio.
Once años rige Eugenio la Sede carpetana, muriendo en los Idus de noviembre del 657. Sobre su sepulcro mandará poner San Ildefonso este epitafio:
«Aquí yace el venerable cuerpo del insigne prelado Eugenio, el cual ilustra el templo de Santa Leocadia. Fue monje, y cuando más huía de la sombra de los mortales, fue electo Pontífice de la ciudad de Toledo. Su vida fue bienaventuradas sus costumbres purísimas sin alguna mancha. Émulo de Isidoro e imitador de Leandro».