Domingo de Septuagésima
Del Enquiridión de S. Agustín, Obispo.
Cap. 25, 26 y 27 del vol 3.
El Señor había amenazado al hombre con la muerte, si pecase. Le dotó de libre albedrío, pero teniéndolo sometido a su imperio y estimulándole con el temor del castigo. Le colocó en la felicidad del paraíso, trasunto de una vida mejor, a la cual habría llegado si hubiese conservado la justicia original. Tras la prevaricación se vió desterrado y sujeto a la pena de la muerte y de la condenación, él y toda su descendencia, de modo que toda la prole que, manchada por aquella carnal concupiscencia, que es castigo del pecado, se originaría de él y de la esposa a cuya instigación pecó, contraería el pecado original que le arrastraría en medio de errores y de dolores al último tormento sin fin, en compañía y bajo el dominio de sus corruptores, aquellos ángeles expulsados del cielo.
Así por un hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, y se propagó a todos los hombres, a partir de aquel en quien todos pecaron. El Apóstol al hablar aquí del mundo, designa a todo el linaje humano. Tal era el estado de las cosas. Toda la masa del género humano yacía en la infelicidad, y de unos males se precipitaba en otros, y juntándose con aquella porción de ángeles que había pecado, sufría los justísimos castigos de aquella impía deserción.
Son justos castigos de la cólera divina, los desórdenes en que, movidos por una ciega concupiscencia se complacen los malos, como las penas que padecen. Se manifiesta la bondad del Creador para con los ángeles malos, al mantenerles en la vida, y, para con el hombre, al propagar su estirpe, al formar y vivificar su cuerpo, al disponer sus miembros en armonía con las distintas edades, al mantener la vivacidad de sus sentidos, según la disposición de los respectivos órganos, al proporcionarle alimentos. Tuvo por más conveniente sacar el bien del mal, que no permitir la existencia de mal alguno.