sábado, 19 de febrero de 2022

CUARTO DOMINGO DE SAN JOSÉ. Textos de san Enrique de Ossó

CUARTO DOMINGO

Se consagra a honrar los dolores y gozos de san José en la presentación del Niño Jesús en el Templo.

 

PARA COMENZAR TODOS LOS DOMINGOS:

 

Ejercicio de los siete domingos de san José.

 

Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

Poniéndonos en presencia de Dios, pidiendo el auxilio de la Virgen María y del Ángel Custodio, recita esta oración al Glorioso San José:

 

Oración a san José

Santísimo patriarca san José, padre adoptivo de Jesús, virginal esposo de María, patrón de la Iglesia universal, jefe de la Sagrada Familia, provisor de la gran familia cristiana, tesorero y dispensador de las gracias del Rey de la gloria, el más amado y amante de Dios y de los hombres; a vos elijo desde hoy por mi verdadero padre y señor, en todo peligro y necesidad, a imitación de vuestra querida hija y apasionada devota santa Teresa de Jesús. Descubrid a mi alma todos los encantos y perfecciones de vuestro paternal corazón: mostradme todas sus amarguras para compadeceros, su santidad para imitaros, su amor para corresponderos agradecido. Enseñadme oración, vos que sois maestro de tan soberana virtud, y alcanzadme de Jesús y María, que no saben negaros cosa alguna, la gracia de vivir y morir santamente como vos, y la que os pido particularmente en este ejercicio, a mayor gloria de Dios y bien de mi alma. Amén.

***

MEDITACIÓN

 

Composición de lugar. Contempla a María y a José presentando a Jesús en el templo, oyendo llenos de dolor y amor la profecía de Simeón.

 

Petición. San José mío, haced que Jesús sea para mí Jesús y no juez. 

 

Punto primero. Cumplidos los cuarenta días que marcaba la ley, después de nacido el infante Jesús, María y José con Jesús se dirigen de Belén a Jerusalén, unas dos leguas de camino, a purificarse la Reina de los ángeles y a presentar al templo y rescatar con cinco siclos al Hijo de Dios. Contempla, devoto josefino, a esta celestial comitiva acompañada de ejércitos de ángeles que le hacen música suavísima, admirando y ensalzando la humildad de aquella Trinidad de la tierra, que va a cumplir una ceremonia, humillante al parecer y a la que no estaba sujeta. Mira cómo el Niño Jesús es llevado como cordero de Dios al templo ya en brazos del pastor José, ya en brazos de la divina pastora María su Madre. ¿Con qué gozo se repartirían esta carga celestial? Ofrécete tú a ayudarles, y pregúntales admirado: ¿Quién es ese Infante que traéis tan regocijados? ¡Oh, qué pequeño y qué grande! Pequeño en la humanidad, grande en la divinidad, criado y criador, alimentado y alimentador, siervo y señor, sin habla y maestro de los ángeles… Llegan a Jerusalén y ofrecen a su hijo Jesús, y por su rescate un par de tórtolas y dos pichones. Mira en esta ocasión al santo viejo Simeón que, tomando al Niño en sus brazos, con los ojos arrasados en llanto y lleno de júbilo su corazón entona el Nunc dimitis, que san José y María escuchaban admirados y alborozados, porque confirmaba lo que ya creían y sabían del Niño, y con el mismo gozo recibían su bendición. Mas ¡ay! que una espada de dos filos traspasa el corazón del Santo, porque el justo Simeón, dirigiéndose a María, le dice: Mira, este Niño, está puesto para ruina y resurrección de muchos; será el blanco de la contradicción de los hombres, y traspasará tu alma una espada de dolor. Hiere al Niño y a la Madre con esta profecía, y su herida y su dolor hieren de rechazo al corazón del Santo, que ve en ella distintamente como en un mapa toda la pasión de Cristo y los dolores de su santísima Madre anunciados por los profetas. El amor de padre y de esposo prestaba colores más vivos a este cuadro de dolor, y desde entonces veía en el divino Infante al varón de dolores saturado de oprobios, y en María a la Madre de dolores y reina de los mártires. Vivió muriendo san José de acerbísimo dolor  en cada instante, y al mirar al Niño y al contemplar a la Madre se renovaba esta espada de dos filos en su corazón. ¡Pobre Niño! ¡Pobre Madre! ¡A lo menos pudiese yo acompañaros en vuestro último y supremo dolor! Pero este consuelo será negado al Santo, que bajará al sepulcro antes que se consume el sacrificio del Hijo y de la Madre en el monte del dolor. ¡Quién no compadecerá al Santo en este acerbísimo dolor! Desde hoy Jesús será para san José objeto de dolor. Todas las alegrías serán mezcladas de dolor. Miscens gaudia fletibus.

 

Punto segundo. Aunque san José veía a través de los siglos que su hijo Jesús sería ruina y signo de contradicción para muchos, esto es, para herejes, cismáticos, malos cristianos y pecadores en todo género, no obstante vio también, y esto le consoló grandemente, vio la innumerable multitud de justos y santos que en todos los siglos y por todas las partes del mundo le levantaban un trono en su corazón y le amarían hasta el heroísmo, sacrificando gustosos riquezas, honores y placeres y hasta la propia vida para probarle su amor… Veía destruida la idolatría, confundido el poder de Satanás, levantada en alto y glorificada la cruz de Cristo; veía adorado al buen Jesús como Dios por todo el mundo, y a su esposa María, recibiendo los homenajes de veneración y amor de los corazones más nobles, más puros y más santos. Sin este gozo que inundó con la parte triste de la profecía de Simeón el corazón del santo patriarca, hubiese este fallecido de dolor en el momento. ¡Oh, cuánto hemos de agradecer al Santo nosotros, pobres pecadores, que somos causas con nuestros pecados de este dolor! ¿Por ventura, Santo mío, visteis ya mis infidelidades a Jesús, mis traiciones a su gracia, mis pecados todos, mis escándalos, mis maldad? ¡Oh Santo mío, redentor del Redentor del mundo! No sea para mí el buen Jesús ruina, sino salvación; no juez, sino

Jesús, salud y salvación de mi alma. Así os consolaré en este dolor con vuestra esposa María al ver que por los méritos de Cristo resucitaré a la gloria, donde todos nos veremos. Amén.

 

EJEMPLO

 

El siguiente ejemplo podrá servir de norma a los que han de tomar estado de matrimonio, mayormente en nuestros días en que solo se atiende a los intereses y a las cualidades exteriores, cuando de su acierto depende el bienestar en la presente vida y la salvación eterna.

 

Un joven noble, hijo de padres virtuosos que nada omitieron para formarle un corazón sólidamente piadoso, después de haber rogado mucho a Dios para conocer bien su vocación, se persuadió de que no era llamado al sacerdocio. No obstante continuó haciendo con mucho fervor sus devociones particulares, confesando y comulgando cada semana, y siendo exacto en todas esas santas prácticas. Aunque pertenecía a una distinguida familia, relacionada con la alta sociedad, se apartó siempre de aquellas diversiones peligrosas, en las que muchos jóvenes atolondrados comprometen su porvenir, tomando por compañera a una joven, prendado de sus dotes exteriores, tan fáciles de perder. Bien convencido de que los buenos matrimonios están escritos ya en el cielo, este excelente joven no se olvidaba cada día de rogar a san José que le hiciese encontrar una compañera de una piedad sólida y a prueba de las seducciones del siglo. Cierto día, con motivo de una buena obra que llevaba entre manos, tuvo que avistarse con una respetable señora que con sus dos hijas vivía muy cristianamente. Al verlas experimentó cierto presentimiento de ser una de aquellas dos jóvenes la destinada por Dios para compartir con ella su suerte; en su consecuencia le pidió a su madre, la cual constándole las buenas prendas que adornaban a aquel joven, dio gustosa su consentimiento. La señorita confesó después sencillamente que ella desde mucho tiempo hacía la misma súplica, y que al entrar aquel joven, presintió a la vez que Dios se lo enviaba para su apoyo. Pero fue el caso que, repugnándole muchísimo al padre de la señorita tener que desprenderse de su hija e interponiendo toda clase de obstáculos, para vencerlos y conocer la voluntad de Dios en asunto de tanta trascendencia, determinaron todos empezar la devoción de los Siete Domingos en honor de san José a últimos de mayo de 1863. El favor de este glorioso patriarca no se hizo esperar; pues en el siguiente agosto se celebró el casamiento con gran contento de ambas partes, lo que prueba que el cielo se complace en bendecir aquellos desposorios para cuyo acierto se ha pedido su luz y su gracia en especial si ha mediado la eficaz intercesión de aquel Santo a quien Jesucristo se complació en estar sujeto sobre la tierra. 

 

Obsequio. Visita un enfermo y da una limosna, si te es posible, en honor al Santo.

 

Jaculatoria. Alabanzas y gracias dé siempre al alma mía a los nombres de Jesús, José y María.

 

PARA FINALIZAR CADA DOMINGO:

 

Oración final para todos los días

Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María, dulce protector mío san José, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio, haya quedado sin consuelo. Animado con esta confianza, vengo a vuestra presencia y me recomiendo fervorosamente a vuestra bondad. ¡Ah!, no desatendáis mis súplicas, oh padre adoptivo del Redentor, antes bien acogedlas propicio y dignaos socorrerme con piedad. Amén.

 

Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.

Inmaculado Corazón de María, sed la salvación mía.

Glorioso Patriarca san José, ruega por nosotros.

Santos Ángeles Custodios, rogad por nosotros.

Todos los santos y santas de Dios, rogad por nosotros.

Ave María Purísima, Sin Pecado Concebida.

 

***

Se puede acompañar este ejercicio de los Siete Domingos de san José, con las letanías del Santo, o con el rezo de los Gozos y Dolores de san José.