viernes, 30 de marzo de 2018

Viacrucis con Santa Teresita del Niño Jesús

Primera estación:
Jesús es condenado a muerte
Pilato preguntó: "¿Qué hago con Jesús, llamado Cristo?". Respondieron todos: "¡Crucifícalo!". Pilato replicó: "¿Qué ha hecho de malo?". Ellos, entonces, gritaron con más fuerza: "¡Crucifícalo, crucifícalo!". Cuando vio que no podía hacer nada y que la gente se agitaba todavía más, Pilato se hizo traer un poco de agua, se lavó las manos delante de la turba y dijo: "¡Yo no soy responsable de la muerte de este hombre, es asunto vuestro!" (Mt 27, 22-24).
Al volver a mi celda, me preguntaba qué pensaría Jesús de mí, y al instante me acordé de aquellas palabras que un día dirigió a la mujer adúltera: "¿Ninguno te ha condenado?" Y yo, con lágrimas en los ojos, le contesté: "ninguno, Señor... ni mi madrecita, imagen de tu ternura, ni mi hermana Sor San Juan Bautista, imagen de tu justicia, y sé muy bien que puedo irme en paz, ¡porque tú tampoco me condenarás...!" (Cta. 28-5-1897, a la madre Inés de Jesús)

Segunda Estación:
Jesús con la cruz a cuestas
Pilato hizo conducir fuera a Jesús. Después se sentó en una tribuna, en el lugar que llaman El Enlosado. Era la víspera de la Pascua, hacia mediodía. Pilato dijo a la turba: "¡Aquí tenéis a vuestro Rey!". Pero ellos gritaron: "¡Fuera, fuera, crucifícalo!" Entonces los guardas tomaron a Jesús y lo llevaron fuera de la ciudad forzándolo a llevar la cruz sobre los hombros (Jn 19, 13-17).
Celina ¿no te parece que ya no nos queda nada en la tierra? Jesús quiere hacernos beber su cáliz hasta las heces dejando a nuestro padre querido allá abajo. No le neguemos nada. ¡Tiene tanta necesidad de amor y está tan sediento, que espera de nosotras esa gota de agua que pueda refrescarlo...! Demos sin medida, que un día él dirá: "Ahora me toca a mí" (Cta. 19-20-5-1890, a Celina).

Tercera estación:
Jesús cae por primera vez
Dijo él: "ciertamente, ellos son mí pueblo, hijos que no engañarán. Y fue él su Salvador en todas sus angustias. No fue un mensajero ni un ángel: él mismo en persona los liberó. Por su amor y compasión él los rescató: los levantó y los llevó todos los días desde siempre" (Is 63, 8-9).
¡Suframos con amargura, sin ánimos! Jesús sufrió con tristeza. Sin tristeza, ¿cómo iba a sufrir el alma?¡ Y nosotras quisiéramos sufrir generosamente, grandiosamente...! Celina... ¡quisiéramos no caer nunca...! ¡Qué importa, Jesús mío, que yo caiga a cada instante! En ello veo mi debilidad, y eso constituye para mí una gran ganancia... Tú ves ahí lo que yo soy capaz de hace, y por eso te vas a sentir más inclinado a llevarme en tus brazos... Si no lo haces, señal de que te gusta verme por el suelo..., y entonces no tengo por qué inquietarme sino que tenderé siempre mis brazos suplicantes y llenos de amor hacia ti (Cta. 26-4-1889, a Celina).

Cuarta estación:
Jesús encuentra a su madre
¿A quién te compararé y asemejaré, ciudad de Jerusalén? ¿Quién te podrá salvar y consolar, doncella, capital de Sión? Grande como el mar es tu quebranto ¿quién te podrá curar? (Lam 2, 13).
Un profeta lo dijo,
¡Oh Madre desolada!:
"no hay dolor semejante a tu dolor"
¡Oh, reina de los mártires,
quedando en el destierro,
prodigas por nosotros,
toda la sangre de tu corazón! (P 54, 23).

Quinta estación:
El Cireneo carga con la cruz de Jesús
Por el camino, encontraron a un cierto Simón, natural de Cirene, que volvía del campo. Le cargaron sobre las espaldas la cruz, y le obligaron a llevarla detrás de Jesús (Lc 23, 26).
¡Es tan hermoso ayudar a Jesús con nuestros pequeños sacrificios, ayudarle a salvar las almas que él rescató al precio de su sangre y que sólo esperan nuestra ayuda para no caer en el abismo...!
Me parece que si nuestros sacrificios son cabellos que hechizan a Jesús, nuestras alegrías lo son también. Para ello, basta con no encerrarse en una felicidad egoísta, sin ofrecer a nuestro Esposo las pequeñas alegrías que él siembra en el camino de la vida para cautivar nuestras almas y elevarlas hasta sí... (Cta. 12.7.1896, a Leonia).

Sexta estación:
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro para no verle. Despreciable, un don nadie.
¡Y con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.
El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz. Sus heridas nos han curado (Is 53, 3-5).
Fuiste tú, madre querida, quien me enseñó a conocer los tesoros escondidos en la Santa Faz. Lo mismo que, hacía años, nos habías precedido a las demás en el Carmelo, así también fuiste tú la primera en penetrar los misterios de amor ocultos en el rostro de nuestro esposo. Entonces tú me llamaste y comprendí...
Comprendí en qué consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo me hizo ver que la verdadera sabiduría consiste en "querer ser ignorada y tenida en nada", en "cifrar la propia alegría en el desprecio de sí mismo"
Sí, yo quería que mi rostro, como el de Jesús, estuviera verdaderamente escondido, y que nadie en la tierra me reconociese. Tenía sed de sufrir y de ser olvidada... (Ms A 71r).

Séptima estación:
Jesús cae por segunda vez
Siento asco de mi vida, voy a dar curso libre a mis quejas, voy a hablar henchido de amargura. Diré a Dios: No me condenes, explícame por qué me atacas ¿ Te parece bien oprimirme, despreciar la obra de tus manos y favorecer los planes del malvado? (Job 10, 1-3).
"Recuerda que, en la tierra, cuál un extraño huésped,
debiste andar errante, Tú el eterno Verbo;
tú no tenías nada..., ni siquiera una piedra,
ni un lugar de refugio, cuál pájaro del cielo...
¡Oh, Jesús, ven a mí, reposa tu cabeza,
que para recibirte el alma presta tengo!
Mi amado Salvador,
posa en mi corazón;
es para Ti... (P 24, 8)

Octava estación:
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Eran muchos los que seguían a Jesús. Una turba del pueblo y un grupo de mujeres que si golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Jesús, se volvió hacia ellas y les dijo: "Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos" (Lc 23, 27-28).
Aún hoy sigo sin comprender por qué en Italia se excomulga tan fácilmente a las mujeres. A cada paso nos decían: "¡No entréis aquí... No entréis allá, que quedaréis excomulgadas...!" ¡Pobres mujeres! ¡Qué despreciadas son...! Sin embargo ellas aman a Dios en un número mucho mayor que los hombres, y durante la Pasión de Nuestro Señor las mujeres tuvieron más valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y se atrevieron a enjugarla Faz adorable de Jesús... Seguramente por eso él permite que el desprecio sea su lote en la tierra, ya que lo escogió también para sí mismo...
En el cielo demostrará claramente que sus pensamientos no son los de los hombres, pues entonces las últimas serán las primeras...
Más de una vez, durante el viaje, no tuve paciencia para esperar al cielo para ser la primera... (Ms A, 66v).

Novena estación:
Jesús cae por tercera vez
Se alejan de mí horrorizados, escupen a mi paso, sin reparo. A mi diestra se alza una chusma que hace vacilar mis pasos, se encamina hacia mí para perderme (Job 30, 10. 12).
Sí, querida de mí corazón, ¡Jesús está ahí con su cruz! Al privilegiarte con su amor, quiere hacerte semejante a él ¿ Por qué te vas a asustar de no poder llevar esa cruz sin desfallecer? Jesús, camino del calvario, cayó hasta tres veces, y tú, pobre niñita, ¿no vas a parecerte a tu esposo, no querrás caer 100 veces, si es necesario, para demostrarle tu amor levantándote con más fuerzas que antes de la caída...? (Cta. 23-25.1.1889, a Celina).
Décima estación:
Jesús es despojado de sus vestiduras.
Los soldados que habían crucificado a Jesús tomaron sus vestidos e hicieron con ellos cuatro lotes, uno para cada uno. Después tomaron su túnica, que estaba tejida de una sola pieza y dijeron: "no la dividamos, sino echémosla a suertes, a ver a quien le toca" (Jn 19, 23-24).
"Venid todos a mí, pobres almas cargadas,
vuestras pesadas cargas pronto se harán ligeras,
y saciada la sed de vida para siempre,
de vuestro seno, de agua saltarán ricas venas".
Tengo sed, Jesús mío, esa agua te reclamo;
de divinos torrentes de esa Agua mi alma llena.
Para hacer mi mansión
en tal Mar de Amor vengo a Ti (P 24, 11).

Undécima estación:
Jesús es clavado en la cruz
Cuando llegaron al lugar llamado "de la Calavera"; crucificaron primero a Jesús y luego, con él, a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús decía: "Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 33-34).
Sin duda, aquellos que amas ofenderán al Dios que les ha colmado de bendiciones; sin embargo, ten confianza en la misericordia infinita del Buen Dios; es lo bastante grande como para borrar los peores crímenes cuando encuentra un corazón de madre que pone en ella toda su confianza.
Jesús no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva eternamente. Este niño, que sin esfuerzo acaba de curar a tu hijo de la lepra lo curará un día de una lepra más grave... Entonces, no bastará un simple baño, será preciso que Dimas sea lavado en la sangre del redentor... Jesús morirá para dar la vida a Dimas y éste entrará, el mismo día que el Hijo de Dios en su Reino celeste ("La huida a Egipto", RP 6, 1 Or).

Duodécima estación
Jesús muere en la cruz
Junto a la cruz estaban algunas mujeres: María, la madre de Jesús, su hermana, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y cerca de ella al discípulo al que amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora, el discípulo la acogió en la casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed"
Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 25-30).
En la tarde de esta vida compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuentas de mis obras [...].
Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado mío... (Ofrenda al Amor misericordioso, Or 6).

Decimotercera estación:
Jesús es bajado de la cruz
José de Arimatea pidió permiso a Pilato para tomar el cuerpo de Jesús y Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo (Jn 19, 38).
Quiero seguir viviendo largo tiempo en la tierra,
si ése es tu deseo, mi Señor.
Quiero seguirte al cielo,
si te complace a ti.
El fuego de la patria, que es el amor,
sin cesar me consume.
¿Qué me importa la vida?
¿Qué me importa la muerte?
¡Amarte, ése es mi gozo!
¡Mi única dicha amarte! (P 45, 7).

Decimocuarta estación:
Jesús es sepultado.
En el lugar donde habían sepultado a Jesús, había un huerto y en el huerto una tumba nueva donde ninguno había sido sepultado. Como era la víspera de la fiesta de los judíos, pusieron allí el cuerpo de Jesús, porque la tumba estaba cerca (Jn 18, 41-42).
Yo sé que hay que estar muy puros para comparecer ante el Dios de toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo. Y esta justicia, que asusta a tantas almas, es precisamente lo que constituye el motivo de mi alegría y de mi confianza. Ser justo no es sólo ejercer la severidad para castigar a los culpables, es también reconocer las intenciones rectas y recompensar la virtud. Yo espero tanto de la justicia de Dios como de su misericordia. Precisamente porque es justo, "es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Pues él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles...". [...]
Esto es, hermano mío, lo que yo pienso acerca de la justicia de Dios. Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas y circundada de la multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios.
Dejando para las grandes almas, para los grandes espíritus, los bellos libros que no puedo comprender, y menos practicar, me alegro de ser pequeña, puesto que sólo los niños y los que se les parecen, serán admitidos al banquete celestial. Me gozo de que haya muchas moradas en el Reino de Dios, porque si no hubiese más que esa cuya descripción y camino me resultan incomprensibles, yo no podría estar allí (Cta. 9.5.1897, al P Roulland).