domingo, 10 de agosto de 2025

EL SOLLOZO DE JESÚS. Fray Justo Pérez de Urbel

 


NOVENO DOMINGO DE PENTECOSTES

El sollozo de Jesús

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Un llanto en medio de una apoteosis: nada más misterioso, nada más amargo y desgarrador. "¡Hosanna! -clamaban las turbas-. iBendito sea el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el rey de Israel!" Y el Rey de Israel lloraba.

Era una mañana primaveral, dorada y bulliciosa; cinco días antes del 14 de nisán, cinco días antes de inaugurarse la Pascua cristiana. Acompañado de los Doce, Jesús atravesaba el monte de Jos Olivos, que se interponía entre Betania y Jerusalén. El camino serpeaba entre colinas, tortuoso y accidentado. La caravana apostólica se acrecentaba aquí y allá con grupos de peregrinos que venían de Arabia y de las ciudades del Éufrates para celebrar la solemnidad de la Pascua en Jerusalén. Juntóse luego un inmenso gentío salido de la ciudad, y se improvisó el triunfo que conmemora la cristiandad el Domingo de Ramos. Los gritos y las aclamaciones llenaban el espacio de alborozada alegría; los vestidos y las palmas rodaban por el suelo; el entusiasmo estallaba en fragorosos aplausos; millares de manos se agitaban en el aire blandiendo y tremolando ramos de olivos, palmeras y arrayanes.

Sentado en la cabalgadura, camina el Salvador en medio de multitud. La senda agriamente, desciende con rapidez y se aleja de la altura coqueteando con el barranco. De pronto, el terreno se quiebra, se ensancha el horizonte y la Ciudad Santa aparece ante la alegre comitiva, levantando a los aires el blanco cinturón de sus murallas, suspendidas sabre el valle del Cedrón. Es la población de la perfecta hermosura, que había dicho el profeta; la amada y requebrada de Dios con perseverancia de siglos; la gloria de Palestina y regocijo de toda la tierra. Aun hoy, el viajero que llega de la región del Jordán queda deslumbrado por aquella visión inolvidable; y, sin embargo, Jerusalén no es ya la maravilla del Oriente. Un manto de follaje vestía las colinas sabre las cuales se asentaba la ciudad; los torreones lanzaban al aire su caprichosa arquitectura, los palacios y los monumentos brillaban envueltos en la luz gozosa de la mañana, y sobre todos se cernía la gloria del Templo, expresión de la fe de Israel y resumen de su historia, con sus altas pirámides, con sus muros gigantescos, con sus puertas amplísimas, con sus pórticos, arcadas y galerías cubiertas de mármoles y de planchas de oro, sobre las cuales, según dice Josefo, relampagueaba la luz del día como en montaña de nieve embestida por la claridad del sol.

Aquella vista, que colmaba de felicidad el alma de los buenos israelitas, hablándoles de pasadas venturas y de esperanzas inefables, acrecentó las demostraciones de júbilo entre los grupos compactos del policromo gentío. El Mesías llegaba a la capital de su reino; el Hijo de David iba a tomar posesión de su herencia; pronto el nuevo Rey lanzaría desde aquellos alcázares las legiones redentoras de que habían hablado los profetas. "¡Bendito el reino de nuestro padre David!", gritaba la muchedumbre, y el eco de las aclamaciones cruzaba con fragor de torrentes desatados a través de las calles y las colinas. Solo Jesús callaba. Parecía como si todo aquello nada tuviese que ver con Él. Su mirada se clavaba con tristeza en la altura de los pináculos y los capiteles; tristes pensamientos ensombrecían su frente; hubiérase dicho un rey destronado, más que un hombre a quien llevan a reinar. Aquellas piedras brillantes, en que sus admiradores veían un pronóstico de futuras grandezas, le hablaban a Él de ingratitudes y rebeldías, de horribles castigos y justicias sangrientas. Sobre ellas veía ya los rayos de la ira divina, el avance de los legionarios, el fulgurar de las lanzas de Roma, la amenaza de las torres sitiadoras, el cinturón asfixiante de los fosos, los torrentes de sangre, la cólera de un general que parecía como guiado por una idea sobrehumana, las plazas cubiertas de cadáveres, la espada, el fuego, el hambre y la peste.

Y el Señor lloró sobre la ciudad, que se iba a enrojecer con su sangre. Fue un llanto que conmovió todo su ser, un lamento en alta voz. Ante la tumba del amigo, las lágrimas habían corrido silenciosamente a través de su rostro; ahora, el llanto le arrasó los ojos; la turbación anudaba su garganta, todo su cuerpo temblaba en sollozos de angustia y el dolor estallaba en tristísimos acentos. Los evangelistas han sabido distinguir esta doble manifestación del llanto de Jesús; y uno de ellos ha recogido las palabras conmovedoras que brotaron en medio del confuso clamoreo: "iAh, si conocieses, Jerusalén, a lo menos hoy, lo que se te ha dado y lo que te puede traer la paz!" Todos los horrores de la catástrofe que había de sobrevenir a la siguiente generación, vibraban ya en aquella exclamación dolorida. Provocada por la ciega insolencia de los judíos, Roma enviaba a Flavio Vespasiano para vengar la injuria. Empezaban a cumplirse las profecías. Fueron tres años trágicos, como no se han vuelto a ver en la Historia. Realizábase lo que había predicho el vidente de Anatoth: "iAy de ti, Ariel! Ariel, ciudad de David, que fuiste tanto tiempo como el altar del Señor: tus años han pasado, han terminado tus fiestas. Los salmos no tienen ya sentido en tu boca, tu lira se halla callada, y en Israel solo se oyen cantos de duelo, voz de lamentación en todas sus plazas, y coros lúgubres que dicen: iAy, ay!"

Pero el sollozo de Cristo atraviesa todas las edades, cae sobre todos los pueblos, repercute en todas las almas. Todos los extraviados oyen alguna vez al margen del precipicio aquella invitación suprema. La oyeron Caín el fratricida y Judas el traidor; la oyeron María Magdalena en el banquete de Simón, y el príncipe de los Apóstoles en el palacio del pontífice. Para unos es luz salvadora; para otros, tiniebla y amargura. Resuena para las ciudades y para las almas, para los individuos y para los pueblos. Hoy mismo parece que se levanta en medio de nosotros. Hubo un pueblo a quien el Cielo distinguió sobre todos, pueblo formado por monjes, por obispos, por santos, como las abejas hacen la colmena, según expresión de un historiador. Dios le dio grandes reyes, conquistadores invencibles, imperios poderosos, hombres iluminados por las llamaradas del genio, grandezas de heroísmos, gracia de arte, luz de ciencia, fuego de santidad. En sus dominios no se ponía el sol, y, como Israel, pudo un día considerarse como el pueblo escogido.  Sobre ese pueblo, hoy rebelde o cobarde, apóstata o egoísta, ejemplar de ingratitud o modelo de ceguera, parecen derramarse en estos momentos la mirada triste de Cristo y los ecos de su queja dolorosa y apremiante: "iAh, si conocieses tú, o lo menos hoy, lo que se te ha dado y lo que te puede traer la paz!''