domingo, 10 de agosto de 2025

11 DE AGOSTO. BEATO PEDRO FABRO, JESUITA (1506-1546)

 


11 DE AGOSTO

BEATO PEDRO FABRO

JESUITA (1506-1546)

PARA ser santo no hace falta hacer milagros, ni peregrinar a Roma, a Santiago o a Jerusalén. No. Bajo este barro mezquino que envuelve nuestro espíritu —en cuyo fondo late un ansia inmortal de pervivencia—, llevamos todos en germen la rosa de la santidad como una estrella escondida. Basta cultivarla, darle tempero propicio de virtudes, para que un día, sin pretenderlo, florezca sobre nuestra frente... Por este camino sencillo y lleno de naturalidad llega a los altares el primer compañero de San Ignacio de Loyola, Beato Pedro Fabro.

Nada de vías extraordinarias. Para nacer, un Belén: la humilde aldeíta de Villaret —en la diócesis de Ginebra — que hoy pertenece al departamento francés de la Alta Saboya. Sus padres, buenos cristianos, no son más que unos modestos campesinos. Tan pronto como espiga lo suficiente para ser pastorcillo, cuida por los campos vecinos las ovejas y las vacas. Bien inclinado naturalmente y muy despierto, su piedad y afición a los libros se manifiestan desde la más tierna infancia. De ello se percatan sus padres que, haciendo un gran sacrificio, lo envían a estudiar latín con un piadoso sacerdote, en La Roche. Pero durante las vacaciones tendrá que seguir pastoreando el ganado. A los doce años, decidido ya a consagrarse a Dios, hace voto de castidad perpetua. A los diecinueve termina las Humanidades. Alba de juventud diáfana y mansa. Poco después se traslada a París con objeto de estudiar Filosofía en el célebre Colegio de Santa Bárbara. Para corresponder al sacrificio paterno, da lecciones al par que las recibe. Un estudiante español, ya entrado en años, le pide por caridad que le explique la Ciencia de Aristóteles. Otro estudiante español, joven y arrogante, hace de intermediario. El primero se llama Ignacio de Loyola; el segundo, Francisco Javier. Fabro accede gustoso y, a trueque de su filosofía, recibe lecciones de santidad…

Íñigo y Pedro —almas privilegiadas— se comprenden desde el primer momento. Con el trato se hace más honda su intimidad. Un día, templado ya el ambiente, el de Loyola se decide a revelar a su amigo sus planes de fundar una Compañía dedicada a la mayor gloria de Dios. Esta manifestación entusiasma a Fabro, porque responde en un todo a sus ideales. Ya no se separarán jamás. Dulce de carácter, sabio y piadoso, a Ignacio le ha sido fácil dominarlo por el ascendiente de sus virtudes. No así a Javier, ávido de humana gloria, aunque, al fin, se rinde a la batería de los Ejercicios Espirituales. También Fabro los practica antes de ordenarse sacerdote —22 de julio de 1534— en el arrabal de Santiago. Un mes más tarde, la menguada hueste de Loyola pronuncia sus primeros votos en la capilla de Montmartre, celebrando la misa nuestro Santo, único consagrado entonces.

¡Qué pena! Falta espacio para resumir la vida y actividades de este insigne varón de Dios. Ni siquiera podemos saborear su índice opulento.

Al principio, Pedro Fabro sigue la suerte de Ignacio y sus compañeros, ya en Francia, ya en Italia. Aprobada la Compañía, brilla con fulgor de astro en el establecimiento de la misma en España, Alemania y Portugal, revelándose como hombre de gran espíritu y extraordinario director de almas. Esclavo de la obediencia, se prodiga celosamente, y su acción abarca radios diversos, todos revelantes y de gran responsabilidad. Explica una cátedra de Sgda. Escritura en la Universidad de Sapienza, por orden de Paulo III. El mismo Papa lo envía, en 1540, a la Dieta de Worms, como consejero del doctor Pedro Ortiz, predicador imperial. De Worms pasa a Ratisbona, y luego a Spira, a Colonia, a Lovaina, a Maguncia y otras ciudades, siempre atento al progreso de la herejía protestante. Doquiera pasa, lucha por esclarecer los espíritus y renovar el fervor católico, según las consignas ignacianas y pontificias. Amplio, generoso, comprensivo, impregnado de un suave perfume de caridad y candor, sabe atraerse la admiración de sus mismos enemigos. Su gran arma son los Ejercicios; y a juicio de San Ignacio es el que mejor los da. Bajo su dirección los practican los más altos personajes de la Corte, los prelados y los teólogos. No hay treguas en esta vida de apostolado. En 1541 acompaña al mismo doctor Ortiz en su viaje a España, ganando muchas almas para Dios y para la Compañía con su trato dulce y espiritual: San Francisco de Borja entre ellas. Requerido por el Papa, vuelve a Alemania, como consejero del Nuncio Morone. En Colonia obtiene un triunfo clamoroso frente al luterano Melanchton.

Los dos últimos años de su vida — corta, pero opima en frutos de eternidad— los pasa en Portugal y España, siendo la corte de Juan III y Felipe II el campo principal de su actividad apostólica. El fausto no le seduce. Fiel intérprete del espíritu ignaciano, sabe hermanar la vida activa —casi agitada— con una profunda vida interior. Aquí precisamente hay que buscar el secreto que da a su dinamismo maravillosa eficacia espiritual.

Pero Paulo III no se olvida de su Fabro, y lo cita para el Concilio de Trento. En el camino enferma. Quieren que desista del viaje. El Santo contesta: «No es necesario vivir, pero sí obedecer». Y parte para Roma, donde muere de forma emocionante en brazos de San Ignacio, el primero de agosto de 1546.

El primer discípulo de Loyola —el Caballero de la Santa Obediencia— moría por obediencia...