20 DE AGOSTO
SAN BERNARDO
ABAD DE CLARAVAL (1091-1153)
SAN Bernardo es un santo de ayer y de hoy. Un santo de siempre. San Bernardo no pasa. Ocho siglos han transcurrido desde aquél en que vibró rotunda y dulcísima su voz milagrosa, y todavía siente el mundo —lo sentirá siempre— la fragancia de la simpatía por esta alma exquisita, sin par, sentidamente humana en todas sus proyecciones. Por eso, en las alturas del VIII Centenario de su muerte, Borgoña se viste de gala, y Dijón —su pueblo nativo— celebra un Congreso Internacional de Historia para exaltar la colosal figura de su hijo más preclaro...
Una voz ha destacado en este magno concierto laudatorio: la de Su Santidad Pío XII, que, en su Encíclica Doctor Mellífluus, ha hecho el retrato más perfecto y el más autorizado panegírico del santo Abad de Claraval. «El Doctor Melifluo, «último entre los Padres, mas no inferior a ellos» —dice el Papa, citando a Mabillón— estuvo adornado con tales dotes de talento y de alma, enriquecidas por Dios con celestiales dones, que apareció, por su santidad, sabiduría y maravillosa prudencia, dominador soberano de una época agitada por diversas y, con frecuencia, turbulentas circunstancias. Por lo cual grandemente le alaban, no sólo los Sumos Pontífices y escritores católicos, sino también los herejes».
En la Doctor Mellífluus —norte y guía para todo el que en el futuro escriba de San Bernardo— aparecen, de una u otra manera todos sus títulos y excelsitudes: Columna de la Iglesia. Árbitro de Europa. Guía de la Edad Media. Consejero de Reyes y Papas. Impugnador del cisma y la herejía. Predicador de la segunda Cruzada. Maestro de teólogos, ascetas y místicos. Artista del pensamiento, de la palabra y de la pluma. Poeta de María. Reformador eximio. Modelo de monjes. Espejo de ciencia y santidad. Apóstol de la misericordia, de la paz y del amor. En suma: «Pirámide colosal sobre todos los hombres de su siglo», como dijo Balmes.
No vamos a comentar la gran Carta de Pío XII. ¿Cómo lograr una personalidad en fusión de tan ricas prendas? Sólo unos leves retazos bernardinos podemos ofrecer a la piedad indulgente de los lectores. Necesariamente ha de empequeñecerse su gigantesca figura al pasar por tan estrechos moldes.
En San Bernardo todo es grande, inmenso. Posee todas las aristocracias.
Aristocracia de la sangre. De casta le viene su divino porte gentilicio. Tescelino y Alicia —sus padres— tienen raíz, decoro y rumbo de nobleza. Ella es un «ramillete de virtudes»— sangre azul mezclada con alburas de fe y elegancia espiritual —de las que el hijo será fúlgido espejo. Sobre todas, la devoción a la Virgen, que el Dulcísimo acendrará hasta lo sublime, y que informará su vida toda, moverá sus labios melifluos y alentará su plectro esencialmente mariano. Y el mundo le llamará «Doctor, Caballero y Poeta de María».
Aristocracia de la ciencia. En la escuela de Chatillón logra una formación humanística completa. En el claustro acrece su talla científica, libando primero en los rosales de la Escritura y los Padres — «en los que día y noche meditaba» — y dando después su miel exquisita al mundo en libros incomparables, «muchas de cuyas páginas han sido incluidas en la Santa Liturgia, por su sabor celestial y fervorosa piedad». «San Bernardo —ha dicho Benedicto XIV — es no sólo uno de los que han enseñado en la Iglesia, sino de los que han enseñado a la Iglesia».
Aristocracia de la virtud. Después de saber que a los veinte años —todo belleza varonil y simpatía humana— se arroja a un estanque helado para vencer una tentación impura, ya no nos extraña que, a los veintitrés, desdeñe la copa de oro que el mundo le brinda y abrace la áspera vida del Cister. Pero lo uno y lo otro es inaudito. Y luego, ¡qué reciedumbre de vocación Nadie logra disuadirle de su «locura». Es más: treinta caballeros de la nobleza borgoñesa —entre ellos su padre y sus hermanos— visten la cogulla blanca arrastrados por su ejemplo. Desde el primer día, Bernardo es el monje perfecto: extrema la observancia, cercena el sueño, mortifica el sentimiento, ora et labora —ideal benedictino— hasta que, desmedrado, no puede seguir el cursus monacal. El Laus y el Opus Dei afinan su alma santificada...
Aristocracia de las obras. Bernardo, místico sublime, es al mismo tiempo hombre práctico, operante, militante. En 1115, el abad Esteban lo envía a fundar en el Valle de Ajenjo, al que él —Poeta del Valle Claro— llama Claraval. Desde esta «colmena de Dios» vuela su nombre —aroma de milagros— por palacios y curias durante cuarenta años. Por una de esas ironías de la historia, los más graves asuntos de la época van a girar en tomo de esta tosca cogulla recoleta. Asiste a Sínodos y Concilios. Conjura herejías. Predica una Cruzada. Funda ciento sesenta monasterios. Reparte por toda Europa limosnas de fe, de amor y de paz. Un día exclama angustiado: «Soy la quimera de mi siglo». Y otro día se consuela diciendo: «Los negocios de Dios son mis negocios». Así latía la conciencia del «hombre de los grandes contrastes».
El 20 de agosto de 1153, después de haber endulzado sus labios con el néctar de la Virgen, se fue dulcemente al cielo el santo Abad de Claraval.
Se fue, pero dejó en la tierra huella perdurable. Por eso hoy, después de su VIII Centenario, vibra el mundo entero con acentos bernardinos…
21 DE AGOSTO