05 DE MARZO
SAN OLEGARIO
OBISPO DE BARCELONA (1060-1137)
EN todo momento resulta placentera para nosotros la lectura de la biografía de un Santo español. Pero nos proporciona verdadera fruición espiritual cuando su figura —doblemente heroica y señera— emerge del Santoral nimbada de resplandeciente humanidad y llena a la vez una página gloriosa de nuestra historia patria.
Este es el caso de San Olegario —gala y blasón de la Ciudad Condal y eslabón brillante en la cadena milenaria del episcopado español—, elegido por la divina Providencia para ser foco de santidad y atleta viril de la fe y de la paz, en una época de disturbios, errores, guerras y venganzas; allá cuando el agareno señoreaba las tierras levantinas de la Península...
Su infancia afortunada y carismática preludia lo que será mañana. Abre los ojos a la vida en hogar acomodado y de buen tono. Olegario, su padre, es gran valido del Conde de Barcelona don Berenguer I, y su madre, Guilia, desciende de la nobleza goda. Y, por si la cristiana solicitud de éstos no bastara a infundirle sentimientos de piedad y heroísmo, se educa en compañía de príncipes de reconocida honestidad y devoción. Un biógrafo moderno pinta así su niñez: «Modestia, dulzura, candor, docilidad, ese atractivo irresistible de la virtud que embellece todas las gracias de los primeros años, el germen de santidad que despunta como una flor celeste y embalsama el ambiente con sus perfumes... Añadid a estos encantos un talento precoz, una aplicación asidua, un amor grande al retiro y a la plegaria, un alma benéfica, generosa, todo caridad hacia Dios y hacia los hombres, una simpática y agraciada figura, y tendréis el retrato aproximado del niño Olegario».
Estas bellas disposiciones le encumbran sobre los demás, hasta convertirlo en astro de su siglo. A los diez años, sus padres, según la costumbre de la época, «lo entregaron a la Catedral en culto a Santa Eulalia, para que entre los canónigos floreciese este nuevo canónigo con frutos de doctrina y santidad», como dice el cronista. Sus estudios son largos y profundos. En ciencia patrística y teológica adquiere una erudición excepcional: éste será el sólido fundamento de sus doctos sermones y de sus sabias directrices a diversos hombres de Estado.
En 1094, tras rudo forcejeo con su humildad, Olegario es elevado a la dignidad sacerdotal. «A su humildad —dice Diago— atribuyo yo el detenerse tanto en el negocio de ordenarse». Poco después, despreciando los esplendores cortesanos, se refugia en la Orden de Canónigos Regulares de San Agustín. Para él, que sólo ambiciona las espirituales delicias de la soledad y la contemplación, es más apetecible el tosco sayal del fraile que todas las dignidades de la tierra.
Pero Olegario no consigue ser súbdito. Sus dotes relevantes le traicionan a cada, paso; y los religiosos de San Adrián del Besós le nombran Prior del convento. No dura mucho su gobierno, pues en 1110 huye al monasterio de San Rufo —en la Provenza— , donde espera perderse en el anonimato.
Tampoco es ésta la voluntad de Dios. Y la humilde violeta vuelve a brillar sobre el pavés de la admiración, que esta vez es la silla abacial. Puesta sobre el candelero resplandece más su virtud: es ángel de paz, puntual en el rezo, siempre discreto, siempre ecuánime, amparo de los pobres, celador de la Regla y cima de perfección monástica.
Hemos llegado al año 1115. Don Ramón Berenguer III, con ayuda de las señorías de Génova y Pisa, toma Mallorca. En medio de sus triunfos se acuerda de Olegario, sin cuyos consejos no acierta a vivir. Así se lo hace saber a su esposa Doña Dulce —que gobierna el Condado de Provenza—; y el mismo año regresa el Santo a España acompañando a la ilustre dama.
Un nuevo revés para la humildad del siervo de Dios. Apenas llega a Barcelona, es entronizado por fuerza en la silla pontifical. Hay un intento de fuga 1116, pero en cartas venidas de Roma confirma Pascual II la elección, y Olegario no se atreve a resistir a la voluntad divina.
Ya está el buen Pastor al frente de sus ovejas. Es un obispo perfecto. Habla más como padre que como maestro, pero sus palabras rebosan erudición, energía y elegancia; enseña con el ejemplo; es adalid de la justicia, reparador de templos destruídos por la morisma, eximio defensor de la ortodoxia en los concilios de Tolosa, Reims, Letrán y Clermont, donde conoce a San Buenaventura, y donde «a pesar de que su vida austera le traía macilento — córpore quidem mediocris et macilentus, en frase del monje Olderico Vital — prevalecía el espíritu, y su elocuencia, cultura y religión arrebataban a los oyentes». En Roma, en su visita al papa Gelasio II, «todos aplaudían sus sermones». Y en el concilio Claramontano, contra el antipapa Anacleto, triunfa el parecer del Santo, y lo mismo en la contienda suscitada entre ' Ramiro II de Aragón y Alfonso VII de Castilla.
Nada podía detener su marcha hacia la exaltación. En 1118 fue nombrado Arzobispo de Tarragona; en 1123, Legado a látere en España. En los últimos años de su vida hizo una peregrinación a Tierra Santa, concediéndole Dios el don de lenguas. Y el 6 de marzo de 1137 recibió la investidura celestial, pronunciando estas palabras: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu».
¡Fúlgida carrera!