viernes, 21 de marzo de 2025

22 DE MARZO. SAN JOSÉ ORIOL, CONFESOR (1650-1702)

 


22 DE MARZO

SAN JOSÉ ORIOL

CONFESOR (1650-1702)

EN la lucentísima galería de los Santos —vergel de Dios— hay flores de los más variados tonos y matices: lirios de pureza, violetas de humildad, pasionarias de fe, rosas de martirio, heliotropos de oración, crisantemos de caridad...

Crisantemo, precisamente, es José Oriol, y toda su vida un acto sublime de amor a Dios y al prójimo.

Con frecuencia los grandes caritativos han llevado impreso en su carne el estigma de la pobreza —quizá porque en la escuela del dolor se aprende más fácilmente el precepto de la caridad — El caso de José Oriol, con su aire de página antañona, tiene todavía, como todo lo grande, carácter de norma y tonalidad palpitante y emocional.

Nace en Barcelona —el 23 de noviembre de 1650—, en hogar de menestrales. A los dieciocho meses, muere su padre, maestro terciopelero en unas sederías. Doña Gertrudis Buguñá, su madre, casa en segundas nupcias, con las miras puestas en aquel hijo de facciones angelicales, para quien el Cielo reserva aureola de santo. Pero Domingo Pujolar no aporta al matrimonio otra riqueza que la de su reconocida honradez y un gran cariño, eso sí, hacia el pequeño. La penuria sigue, pues, cerniéndose sobre la casa, y han de hacerse cábalas para llevarla adelante...

Ahora José ayuda como monacillo en la iglesia de Santa María del Mar. En retorno recibe lecciones de lectura, escritura y música, El contacto con los ministros del Señor modela su corazón en la práctica de la virtud y forma su carácter en la verdadera piedad, despertando, al fin, en su alma la vocación sacerdotal. Protegido por los señores de Miláns, puede ingresar en la Universidad de Barcelona. Su acelerado éxito en el estudio de la Teología coincide con la revelación de su santidad, sancionada milagrosamente por Dios aquel día en que, para protestar de su inocencia puesta en litigio, mete la mano en el fuego sin sentir los efectos del voraz elemento. A. los veintitrés años termina sus estudios y obtiene, tras brillantes pruebas, el grado de Doctor. El 29 de junio de 1676 dice su primera misa en la iglesia parroquial de Canet de Mar, en reconocimiento a la familia Miláns. Ecce sacerdos... Nom est inventus símilis illi... Este es el gran sacerdote. No hay otro semejante. Sacerdote perfecto: cura de almas y de cuerpos.

Tarea ardua, delicada y bella. El amor —que enciende e ilumina— da por él el primer paso, pues sólo con el fin de poder asistir a su madre entra de preceptor en la noble casa de los Gasnieri. Paso en falso, sin embargo. Un día, en el momento de llevar a la boca un delicado manjar, siente que una mano misteriosa le sujeta el brazo. José comprende la divina lección, y no vuelve a sentarse a la mesa de los poderosos. Su vida toma perfiles ascéticos: ayuno implacable, duras disciplinas, vigilias inconcebibles, pobreza rayana en la indigencia. Las gentes han dado en llamarle el «Doctor pan y agua».

Doña Gertrudis muere en 1686. Sin lastre humano, ¡qué bien para volar a Dios! Primero, a pie y sin provisiones, peregrina a Roma. El papa Inocencio XI, profundamente impresionado con la vista del joven sacerdote español, le confiere un beneficio eclesiástico en la iglesia barcelonesa de Santa María del Pino. Con ello se ven colmados sus caritativos deseos. El mismo día que recibe los emolumentos, los distribuye entre los huérfanos, las viudas, los desvalidos, los enfermos, los ignorantes y los pobres. Y no es raro que Dios multiplique los ducados en las manos consagradas de su Siervo.

José Oriol nunca tiene blanca consigo, ni sabe lo que es ahorrar. ¿Lo necesita, acaso, para ayunar a pan y agua, para dormir sobre una estera, para confeccionarse un cilicio, para convertir la comodidad en martirio o para hacer maravillas? Un día atraviesa el Besós a pie enjuto. Otro día trueca en reales de vellón unas rodajas de nabo. Muchos días cura a innumerables enfermos del cuerpo o del alma, que acuden a él de toda España, atraídos por su fama taumatúrgica...

Pero esto no basta para apagar el fuego de su magnánimo corazón. Ni su alma, profundamente evangélica, está satisfecha todavía. Quisiera llevar todos los hombres a Dios. «¡Bienaventurado Javier — exclama — con su corona de japoneses convertidos!»

Fue un misionero y un mártir frustrado. En abril de 1698 salió furtivamente de Barcelona, en hábito de peregrino. Iba a Roma. Allí obtendría permiso para ir a misionar al Japón. La Virgen se le apareció en el camino y le mandó dar la vuelta, asegurándole que Dios aceptaba sus buenos deseos y que, en prueba de ello, colmaría de maravillas el resto de sus días. Y fue así. Los cuatro años que aún vivió fueron una cadena ininterrumpida de éxtasis, revelaciones, profecías y milagros de caridad. No podemos ni atisbar siquiera la elevación de aquel espíritu abrasado de amores...

El tránsito de José Oriol es un cuadro de una plasticidad y belleza incomparables, una maravilla más. Cuatro niños de la escolanía de Nuestra Señora del Pino —cumpliendo su postrera voluntad— cantan el Stabat Mater, acompañados al arpa por el maestro de capilla don Tomás Miláns. Y al terminar la estrofa:

Quando corpus morietur, fac ut ánimæ donetur paradisi gloria, la Virgen abre las puertas del cielo al sacerdote de los pobres y del amor.