24 DE MARZO
BEATO DIEGO JOSÉ DE CÁDIZ
CONFESOR (1743-1801)
MARAVILLOSOS son los caminos del Señor —dice Carres, hablando del Beato José de Cádiz—. Frente a la revolución que todo lo exaltaba, colocó un modelo de humildad. Frente a la revolución que negaba todo lo espiritual, un facedor de milagros. Frente a la revolución que rompía todos los vínculos, aun los materiales, un exacto cumplidor de los preceptos evangélicos... España necesitaba un hombre extraordinario, y Dios envió sobre la tierra al capuchino gaditano».
Fray Francisco Javier González —su director espiritual— le ha dado esta consigna: «Has de ser capuchino misionero y santo». Y Diego la cumple con sencillez franciscana, como la cosa más natural del mundo...
España entera le aclama con delirio; pero en el convento hay moros y cristianos. El Padre Guardián apaga la tea de la discordia remitiéndolo todo a una última prueba:
—Si Fr. Diego es humilde —dice a la Comunidad— tenemos aquí un santo.
Le llama, le moteja de «Fray Mosca», le echa en cara supuestos defectos con duras palabras, y termina por decirle que se vaya del convento, que les deje la paz.
La reacción del Santo es magnífica: — ¡Sea por el amor de Dios! Si todos me conocieran como Vuestra Caridad, no estarían tan sobre mí.
Luego se arroja a los pies del Superior, besa el suelo, le agradece la reprensión y le ruega que le bendiga antes de partir...
Ni que decir tiene que Fray Diego se queda en el convento. Mejor dicho, no se queda en el convento. Eso lo haría si hubiera nacido en el siglo XIII; pero ha nacido en el XVIII —incrédulo y volteriano— para ser heraldo y profeta de la única verdad que todavía puede salvar a España, al borde del abismo; para ser reformador de costumbres, gran misionero, apóstol mariano, restaurador de viejas tradiciones, paladín de una nueva reconquista, «apóstol de la contrarrevolución». Vestido con burdo sayal, ceñido con una cuerda de esparto, descalzo casi, con la cabeza descubierta, sencilla, franciscana, evangélicamente, se lanza a recorrer la Península en todas direcciones, difundiendo la luz de la doctrina verdadera y disipando las tinieblas del Enciclopedismo. Es otro Vicente Ferrer, otro Juan de Ávila. Todo en él predica. Orador sagrado más popular no lo ha habido jamás. «Si a un tiempo dieran misión San Pablo y el Padre Cádiz —exclama el magistral gaditano —, una tarde oiría al Apóstol y otra a Fray Diego». No es hipérbole, a juzgar por los efectos maravillosos que su palabra produce. Diez, veinte, treinta, cuarenta mil oyentes caen arrepentidos, con los ojos perlados de lágrimas, a los pies de este hombre que es la fe hecha carne. Son veinticinco años de apostolado prodigioso, en que recorre a pie, con fríos y calores millares de leguas, sin que el corazón le diga basta: Andalucía, Valencia. Aragón, Cataluña, Castilla, Asturias, Galicia, España entera le recibe clamorosamente como a enviado de Dios, y en todas partes deja testimonios de su caridad, sabiduría y poder sobrenaturales. Universidades, Ayuntamientos y Cabildos, Pío VI y Carlos IV: todos se lo disputan. El cardenal Lorenzana escribe entusiasmado: «La entrada de Fray Diego en Toledo ha sido tan magnífica como la de Jesús en Jerusalén». Los prelados de toda España le nombran definidor sinodal; las Universidades le confieren. toda clase de títulos; los pueblos lo incorporan a sus ayuntamientos; la Orden misma lo elige provincial. La gloria resbala sobre la humildad del Santo sin dejar poso. Su corazón late sólo por Dios. Los desbordamientos de entusiasmo con que los pueblos le reciben forman un extraño contraste con la sencillez de este fraile, digno de haber vivido entre los primeros Hermanos del Poverello. ¿No es verdaderamente desconcertante ver bajo palio y rodeado de magnates a un hombre casi haraposo, seco y amojamado, con los ojos clavados en la tierra como un condenado a la horca?... ¿Cómo pensar que Fray Diego es aquel joven a quien una y otra vez se cerraron las puertas de la Orden por su fracaso en los estudios? ..
El día 30 de marzo de 1743 nacía en Cádiz, en una casa de la calle Bendición de Dios, el niño José López García, nuestro Beato. Sus padres —los hacendados señores José López Camaño y María García Pérez—, deseosos de procurarle esmerada educación, lo enviaron primero a Grazalema y luego a Ronda, donde tenían un colegio los Padres Dominicos. Fue tiempo perdido. El muchacho era tan corto que, sin embargo, de su docilidad candorosa y de su perseverante aplicación, sus adelantos en los estudios eran casi nulos. «Han dado las gentes en creer y decir que sé mucho. No alcanzo en qué lo fundan, porque cuando muchacho fui rudísimo; lo conocían los de mi edad, y con razón, cuando estudiaba gramática: no sabían darme otro nombre que el de borrico...».
Pero en Ronda estaba la Virgen de la Paz, a la que José amaba filialmente. Y a Ella —sedes sapientiæ— se dirigió confiado el piadoso joven a quien un intelecto vulgar cerraba las puertas del convento capuchino de Sevilla. Lo demás —sacerdocio, elocuencia, escritos, milagros, santidad— fue todo obra de Dios, que. rompiendo las sombras de su mente, dejó al descubierto una poderosa inteligencia. Por eso Fray Diego se lo ha agradecido toda la vida con estas bellas palabras que, como introito de pascua, repite antes de morir: «Tú sabes, Señor, que te amo».