martes, 25 de marzo de 2025

26 DE MARZO. SAN BRAULIO, OBISPO DE ZARAGOZA (+651)

 


26 DE MARZO

SAN BRAULIO

OBISPO DE ZARAGOZA (+651)

SI los hombres trajesen escrito en la frente su destino, en la de San Braulio leeríamos estas palabras de Isaías: «Serás huerto bien regado y manantial perenne... Establecerás los fundamentos de las generaciones futuras, y te llamarán restaurador y antemural de la patria: el que abre caminos de gloria...». Porque esta egregia figura del episcopado cesaraugustano, doctor de los mozárabes y lumbrera de la Iglesia visigótica, es un eslabón preclaro de esa áurea cadena de santos y sabios, formada por los Isidoros y los Leandros, los Fulgencios y los Ildefonsos, los Eugenios, los Eulogios y los Álvaros.

Trece siglos hacen ya que cuatro ciudades españolas —Sevilla, Toledo, Zaragoza y Gerona— vienen disputándose la paternidad de este hijo excelso, para engastarlo en sus coronas gloriosas. No es fácil penetrar en la penumbra de sus orígenes; aunque sí, por los escritos de San Eulogio, conjeturarle un abolengo ilustre, y, por sus propios escritos, una educación prócer. En efecto: la enorme cultura que revelan sus Cartas supone una formación maciza en las disciplinas eclesiásticas, y exquisita y clásica en el aspecto retórico y literario; por más que él llame a la literatura pagana, «vana palabrería». Parece ser que empieza sus estudios en la escuela del monasterio de Santa Engracia, dirigida por su hermano Juan, obispo de Zaragoza, «hombre de corazón pío, plácido rostro, alma bondadosa y rica doctrina», como reza su epitafio. El mismo Braulio le llama «su maestro en la doctrina y santidad de la vida común». Sin embargo, donde completa su formación científico-religiosa es en la escuela de Sevilla, centro de la ciencia española, por enseñar en ella «el hombre más sabio de la Cristiandad», San Isidoro, a quien llamará más tarde lucerna ardens et non marcesens: luminar esplendoroso e inextinguible. De su mutua correspondencia se desprende la prolongada estancia de Braulio en la Ciudad del Betis, al par que la entrañable y provechosa amistad que une en vida a los dos más eximios Doctores de la España visigoda del siglo VII. El recuerdo de los días pasados en santa compañía —dum páriter essemus— florece en dejos de dulce añoranza: «Amadísimo señor mío y carísimo hijo —escribe el Arzobispo al Arcediano—: cuando recibas esta carta de tu amigo, abrázala como si fuera él mismo en persona, pues es el único consuelo que tienen los ausentes. Te envío un anillo, prenda de mi afecto, y un manto, que sirva como para proteger nuestra amistad. Ruega a Dios por mí, y que el Señor quiera moverte el corazón de manera que yo pueda volverte a ver, para que goce de tanta alegría como grande es el pesar que invade mi alma desde el día de tu partida»: Y Braulio contesta: «Soy el siervo del amor, y no quiero perder el tuyo». El sentimiento que domina en estas cartas —afirma un autor— es el de una amistad tierna y profunda, levemente matizada en paternal protección por parte del maestro y en filial veneración correspondida por el discípulo. Y el mismo desnivel de años, saber y prestigio, hace que no podamos concebir la estancia y relaciones de Braulio con Isidoro, sino en la actitud de quien se sienta a los pies de Gamaliel».

En 631 muere su hermano Juan, y Braulio es promovido a la sede episcopal de Zaragoza. También le sucede al frente de la escuela de Santa Engracia, heredera del prestigio moral y autoridad científica de la isidoriana. Ahora la figura del nuevo Prelado domina el horizonte de la política 'y. de la cultura hispanas. Y el nombre del «siervo inútil de los siervos de Dios» —como él se llama — rubrica los más graves negocios del Reino. Todos los que significan algo en España le consultan como a un oráculo. Su correspondencia es abrumadora: le escriben reyes, obispos, políticos, y hasta hombres 'tan esclarecidos en virtud y ciencia como San Eugenio y San Fructuoso. El VI Concilio toledano le comisiona para redactar una Carta, que la Asamblea dirige al papa Honorio I, vindicando los derechos de la Iglesia española. Este documento transcendental — código de dignidad y mansedumbre evangélicas— basta para darnos una idea exacta de la sabiduría, prudencia. y santidad de Braulio. Tan múltiples afanes, en vez de menoscabar su ministerio pastoral, dilatan más y más su bienhechora influencia. Su diócesis es España entera. Escribe, predica, amonesta, aconseja y derrama sobre las almas atribuladas la paz de Dios. A Vistremiro le dice: «A pesar de que no es buen consolador el que está sumido en llanto, con todo, quisiera yo padecer tu dolor y el mío, a trueque de saberte feliz». Y a la abadesa Pomponia: «¡Felices aquellos cuya alegría es Dios, y cuyo gozo radica en la futura bienaventuranza!».

Sin embargo, para comprender en todo su valor la personalidad de Braulio, hay que verla en su maravilloso conjunto, sin desdoblamientos: el Obispo perfecto, el campeón de la Fe, el lustre de las letras hispanas, el paladín de la Iglesia y de la Patria, el santo y el sabio, en una palabra. ¡Es de lo más admirable e insondable que puede ofrecernos nuestra Historia!

Allá en el 636 —con ocasión del cuarto Concilio toledano— vio por última vez a Isidoro. El mismo año moría el Arzobispo. Desde entonces —y son ya cuatro lustros— Braulio se ha sentido siempre solo. Nada extraño que ahora, al morir, florezca en sus labios la sonrisa, con la esperanza de una eterna y celeste amistad.