miércoles, 19 de marzo de 2025

20 DE MARZO. SAN MARTÍN DUMIENSE, ARZOBISPO DE BRAGA (+580)

 


20 DE MARZO

SAN MARTÍN DUMIENSE

ARZOBISPO DE BRAGA (+580)

SOBRE un vetusto sarcófago de la catedral de Braga hay un epitafio, en dísticos latinos, que trae hasta nosotros el aliento de un gran espíritu. Dice así: «Nacido en Panonia, llegué, atravesando los anchos mares y empujado por un instinto divino, a esta tierra gallega, que me acogió en su seno. Fui consagrado obispo de esta. tu iglesia, oh glorioso Confesor de Tours; restauré la religión y las cosas sagradas, y, habiéndome esforzado por seguir tus huellas, yo, siervo tuyo, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo».

Esta es la inscripción — con aire de pregón y sabor de leyenda— que dejó para su sepulcro el Apóstol de los suevos, San Martín Dumiense o Bracarense, a quien el X Concilio de Toledo llama «santo»; San Isidoro, «santísimo», y el poeta trevisano Venancio Fortunato, «el nuevo San Martín» y el «Apóstol de Galicia».

Una. veneranda tradición del siglo VI —conservada por el Turonense— que explica el inopinado retorno de los suevos al Catolicismo, hace coincidir con este hecho la llegada a Galicia de San Martín Dumiense:

«Estaba muy enfermo el hijo de Charrarico... y en la región gallega había gran peste de leprosos. El rey, con todos sus vasallos, seguía la secta arriana. Pero, viendo que su hijo Teodomiro se moría, habló así a los suyos:

— Aquel Martín de las Galias que tanto resplandeció en virtudes, ¿de qué religión era?

— Gobernó en la Fe católica a su grey, afirmando y creyendo la igualdad de sustancia y omnipotencia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso hoy está en el cielo y vela por su pueblo...

—Si es verdad lo que decís, vayan hasta su templo mis fieles amigos, portadores de ricos dones. Si alcanzan la curación de mi hijo, aprenderé la Fe católica y la seguiré.

Partieron los legados del Rey en busca de las reliquias de San Martín de Tours... Y entre maravillas y acciones de gracias, navegando con viento próspero, bajo el amparo celeste, mansas las ondas, tranquilo el mar, pendientes las velas, tornaron felizmente a Galicia dueños del sacro tesoro. El propio Teodomiro, milagrosamente curado, pudo salir a recibirles. Y el Monarca, con todo el pueblo, confesad la unidad del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y recibió el Bautismo... Entonces, llegó también de lejanas regiones, movido por el Cielo, un sacerdote llamado Martín...».

Este Martín del que habla la tradición —nacido en Hungría y educado en Oriente— es el gran catequista de los suevos, el «institutor de la Fe y de la sagrada Religión en Galicia», y una de las glorias más puras de nuestra primitiva Iglesia. Su venida a la Península es del todo providencial. Dios lo trae por un camino casi de aventura —riberas del Danubio, Tierra Santa, Grecia, Roma, Galia— en el momento más propicio para dar el toque definitivo a la conversión de todo un reino.

Bajo la santa simplicidad de aquel extranjero se escondía un formidable genio religioso. Percatado de ello el Arzobispo de Braga, ve en él un ángel enviado de Dios, le inviste de autoridad y le alienta en su misión salvadora. ¿Qué otra cosa necesita el nuevo Apóstol para dar pábulo a su inquietud misionera, si cuenta ya con la amistad del Rey? Lleno de espíritu apostólico, henchido el pecho de un profundo amor a la verdad, predica desde el primer momento el artículo dogmático que motiva las controversias entre los católicos y arrianos, explicando con clarividencia celestial la consubstancialidad del Verbo con el Padre, y la igualdad entre las tres Divinas Personas. Empujado por un afán incontenible de proselitismo, recorre infatigable ciudades y pueblos. Semejante a la columna que guiara a los hebreos a través del desierto, es a un mismo tiempo luz y consuelo para los fieles y confusión para los herejes, ante cuyos ojos aparece como luchador invencible, por su conocimiento de las ciencias humanas y divinas. La santidad de su vida avalora su enseñanza.

Cerca de Braga —en el campo dumiense— funda un monasterio —Dúmium—, del que es primer abad. Luego es nombrado Arzobispo de la Capital y Metropolitano de Galicia. A su celo fogoso y a su prestigio personal, se debe en gran parte la convocación de los concilios Lucense y Bracarense, en los que se condena públicamente la doctrina de Arrio y Prisciliano. ¡Afanes de una vida entregada toda ella a la conquista de las almas para Dios!...

Los suevos, con la ingenuidad encantadora y santa del neófito, se acercan a aquella luz, y el rey Miro, «con insaciable sed de sabiduría, corre a los manantiales de la ciencia moral», y escucha de labios del Santo las enseñanzas del antiguo saber. El Maestro da en todo momento pruebas de gran prudencia, de extremada justicia, de ardiente caridad. Escribe luminosos tratados, en los cuales, al par que su erudición y senequismo —San Martín Dumiense es el primer senequista ibero—, se revelan su severidad mística y su metódica solicitud: para los monjes, la colección de Sentencias de los Padres del desierto; para el Rey, la Fórmula de la vida honesta; para el vulgo, el Tratado de la corrección de los rústicos...

A su muerte —580— pudo escribir su amigo, el citado poeta San Venancio Fortunato: Martino servata novo, Gallícia plaude: ¡Aplaude, Galicia, de nuevo recobrada por Martín!