23 DE MARZO
SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO
APÓSTOL DEL PERÚ (1538-1606)
PUEDE afirmarse que nuestra trayectoria evangelizadora en el Nuevo Mundo no se ha interrumpido jamás. Pero entre las glorias misioneras de España, al igual que entre sus héroes y artistas, hay figuras preeminentes, excelsas, que merecen el nombre de clásicas. Son los adelantados de nuestra evangelización en América, como Toribio de Mogrovejo…
Nos hallamos en pleno siglo XVI. Las cruces de las espadas conquistadoras se hacen santas cruces misioneras, y la sangre derramada por Cristo empieza a esmaltar de flores de martirio el Imperio de la Hispanidad. Por estos días —16. de noviembre de 1538— nace en Villaquejida, pueblecito del antiguo reino leonés, próximo a Mayorga, un niño que, andando el tiempo, será el santo Patrono de los viejos hidalgos castellanos. Su nombre llenará de gloria el cielo del Perú: Toribio Alonso de Mogrovejo, Hijo de familia prócer, más inclinado a las letras que a las armas, frecuenta en su juventud las mejores Universidades españolas. Doctor en ambos Derechos por Salamanca, su fama llega pronto a la Corte. El gran Felipe II —siempre en demanda de hombres cabales— le llama y le nombra Inquisidor Mayor de Granada, en el crítico momento en que Juan de Austria reprime la insurrección de los moriscos. Los hechos vienen a confirmar lo acertado de la elección. Toribio sabe armonizar con exquisito tacto la entereza con la dulzura; sabe hacerse querer desde un cargo comprometido.
Esta ejemplar conducta merece nuevamente la atención del Rey, quien confía a su Inquisidor la alta misión de embajador espiritual de la Patria en la metrópoli del Perú. El de Mogrovejo, humilde más que la tierra que le vio nacer se resiste y pretexta incapacidad; más, ¿cómo desairar a tan católico Monarca? Consagrado, pues, en Sevilla por el arzobispo don Cristóbal Rojas de Sandoval, se despide de su madre —doña Ana de Robledo— y se embarca en la flota de Arámburu, rumbo al puerto de «Nombre de Dios».
Existe todavía una Cédula Real, firmada por Felipe II en el palacio de El Pardo, a 21 de febrero de 1579, que dice así: «Por la presente damos licencia y facultad a Vos, el licenciado Toribio Alonso de Mogrovejo, electo arzobispo de la Ciudad de los Reyes —la actual Lima—, de las Provincias del Perú, para que de estos reinos y señoríos podáis llevar a aquellas Provincias la librería que tuviereis para vuestros estudios, y mandamos que en ello no se le ponga impedimento alguno».
Pero el Arzobispo lleva consigo más que unos cuantos libros: lleva un gran caudal de ciencia y virtud, un ansia incoercible de martirio, mucho amor a Dios y a las almas y el recuerdo y la pasión de España... Y con este bagaje, ¡ya puede el más grande de los misioneros americanos abrir anchos caminos al amor y a la cultura...!
Hemos llegado a uno de los capítulos más admirables en la historia de la misionización española en el Nuevo Mundo. No es posible seguir paso a paso a este gigante, cuya voz, caldeada en el fuego de la caridad, resuena en un reino entero. Las primeras dificultades parecen insuperables. Los excesos de algunos encomenderos —de espaldas a la Corona — han creado un ambiente hostil al misionero. Ha de resistir la iniquidad y combatir la injusticia. Desconoce la lengua de los naturales y su concepción de la vida... Pero Toribio es español y, como tal, desprecia la dificultad. Además, es bondadoso, hospitalario, infatigable, justo. ¿Qué más se necesita para triunfar? ¿Ser devotísimo de la Virgen? ¿Realizar los más estupendos milagros? Pues todo eso lo hace el santo Arzobispo de Lima. Así es como cada día va anexionando nuevas ovejas al redil de Cristo, para las cuales el cielo y la luz, por obra de su apostólica palabra, se pueblan de claridades insospechadas al oír pronunciar en quichúa o en aimará: Padre nuestro que estás en los cielos... Es una actividad inaudita, una verdadera caza de almas, a través de latitudes geográficas sólo por él conocidas, en medio de los mayores sacrificios y riesgos de muerte. Tres veces en el espacio de cuatro lustros, visita su vasta diócesis, bautizando y confirmando personalmente a más de medio millón de infieles, reprimiendo a los explotadores, animando, instruyendo y socorriendo al indio, y granjeándose la estima de todos, acrecentada hasta la veneración a causa de su santidad y milagros. Veinte veces pasa imperturbable entre el silbo de las flechas envenenadas. Nada le detiene cuando se trata de salvar almas. Sabe también imprimir certero y decisivo impulso a la acción social cristiana. Urbel dice, refiriéndose a su doble aspecto de organizador y apóstol, que resumió en su persona de una manera integral los rasgos vigorosos de Carlos Borromeo y de Francisco Javier. Los decretos emanados de los sínodos y concilios por él convocados y presididos —tenidos por oráculos en América— son un monumento perenne de su celo, sabiduría y prudencia.
Este excelso misionero, que enciende estrellas de fe y de civilización en el cielo del Perú, que erige iglesias, sostiene catequesis, funda dispensarios y orfanatos; que siembra amor a manos llenas y flores de santidad como Rosa de Lima, el día 23 de marzo de 1606, en lo más granado de su vida, hace. generosa donación de ella —¡a quinientos kilómetros de la Capital!—, después de testar en favor de los pobres.
El soplo divino fecundó obra tan sacrificada y heroica.