domingo, 9 de marzo de 2025

10 DE MARZO. LOS CUARENTA MÁRTIRES DE SEBASTE (+HACIA EL 320)

 


10 DE MARZO

LOS CUARENTA MÁRTIRES DE SEBASTE

(+HACIA EL 320)

LOS españoles estamos hechos al aroma recio del martirio y con frecuencia no calibramos debidamente el sacrificio que supone la entrega de la vida por la fe. Pero esta página al rojo vivo del Martirologio estremece todas nuestras fibras...

He aquí cuarenta nombres perínclitos de la XII Legio fidminata: Teódulo, Severiano, Cirilo, Gorgonio, Filoctemo, Cayo, Cudio, Juan, Heraclio, Teófilo, Sisinio, Esmaragdo, Melecio, Angio, Eutiquio, Curio, Cándido, Aecio, Nicolás, Flavio, Jantio, Domiciano, Hesiquio, Valerio, Eunoico, Acacio, Valente, Leoncio, Eliano, Donato, Alejandro, Bibiano, Sacerdon, Prisco, Atanasio, Egdicio, Lisfrnaco, Ilesio, Claudio y Melitón. Son los Cuarenta Mártires de Sebaste. ¡Qué bien canta San Basilio! «¡Salve, Caballeros de Cristo! Dignos sois de la alabanza unánime de todos los siglos: en la flor de la edad, cuando os sonreía la juventud y acariciaba el laurel vuestras frentes, renunciasteis a todo por Dios y conquistasteis la inmortalidad con vuestra sangre. ¿Qué se os daba del mundo si, al perderlo, ganabais la paz de la conciencia, la corona inmarcesible y la perenne beatitud de la gloria?».

Es en Sebaste de Armenia, la Ciudad de los mártires. Año 320. El emperador Licinio —signatario del Edicto de Milán, pero enemigo acérrimo de los cristianos— quiere poner trágico epílogo a las grandes persecuciones y raer de la faz de la tierra «la disciplina nazarena» «Mientras la situación permanecía incólume en apariencia —dice Eusebio— una persecución solapada y aleve empezó a ensañarse en las legiones».

Nada menos que cuarenta soldados de la XII Legio fulminata se han negado a sacrificar y van a ser juzgados. La noticia se extiende como reguero de pólvora. Hay gran expectación por ver el desenlace de este patético y admirable capítulo del Martirologio cristiano.

Preside el Emperador. En torno suyo, lictores, verdugos, esbirros, soldados.

Entran los bizarros Caballeros de Cristo. i Temples acerados!

—Conozco vuestra gallardía. Sé que amáis a la República y merecéis condecoraciones. ¿Por qué empeñaros en perderlas y, con ellas, vuestras vidas en flor?

— Bien dices, ¡oh Emperador! Ahora juzga tú mismo: Si tal hemos hecho por el rey de la tierra, ¿qué no haremos por el Rey del Cielo? Mil vidas que tuviéramos serían poco para demostrarle nuestra lealtad.

No hubo muchas más palabras. Licinio, en espera del capitán de la Légio, mandó conducirlos a la cárcel, diciéndoles mientras iban saliendo:

—A tiempo estáis aún; pensad bien lo que hacéis.

La juventud, si tiene un ideal, es siempre magnánima, capaz de los mayores sacrificios. En un códice de la Biblioteca Imperial de Viena, ha sido descubierta la carta que estos héroes escriben desde la prisión. Está suscrita por Melecio y es digna de leerse en la gloria. Con fe viva y serena hablan en ella de la felicidad eterna como de algo ya logrado. Recomiendan la paz y la caridad y, con vigorosa entereza, se despiden de sus padres, esposas, hijos, novias, y de todos los «hermanos». Como última gracia sólo piden ser enterrados juntos. ¡Carta embalsamada de paz, de fe, de energía, de amor...!

Llega el capitán y les intima la orden imperial. Los Mártires, por respuesta, afrentan a Licinio en sus creencias paganas y ratifican con arrebatado entusiasmo su viril confesión.

Arde en furia el Emperador y, sin más trámites, dicta esta bárbara sentencia: «Mando que, después de pasar la noche en un estanque helado, sean quemados vivos, por haberse negado a ofrecer sacrificios a los dioses inmortales».

San Efrén habla patéticamente del horrendo suplicio del agua helada. Primero los calofríos angustiosos; luego se amoratan las carnes oprimidas y se paraliza la sangre; por último, se engarabitan los miembros y todo el cuerpo se convierte en una especie de carámbano resquebrajado, por cuyas grietas va entrando la muerte con atroz lentitud. Muy pocos resisten este espantoso suplicio...

Pero la crueldad del tirano se estrella contra la fe de los Mártires. Con la sonrisa en los labios —una sonrisa que parece indulgente— se desvisten sus ropas y penetran en el estanque, alentándose mutuamente con estas palabras: «El hielo aflige la carne, más el espíritu se recrea con la esperanza del premio. El tormento será breve, más la gloria, eterna. Trocamos la noche de esta vida por el día Sin sombras de la eterna bienaventuranza...»

Allí al lado —quizá en las termas del gymnásium— ha sido colocada una pila de agua tibia para los apóstatas. Es una tentación terrible...

Sólo un desgraciado —cuyo nombre han olvidado las Actas— prevaricó y murió traidor. En aquel instante sucedió una gran maravilla. En medio de •un resplandor triunfal, apareció un coro angélico coronando a los Paladines de Cristo. Sobraba la diadema del apóstata. Al verla —¡emocionante momento aquél!— uno de los centinelas se arrojó al agua gritando:

— ¡También yo soy cristiano! ¡También yo soy cristiano!

Digno colofón de tan heroica gesta; gran misterio de la gracia y suprema lección de estos Mártires, que, una vez más, viene a refrendar las palabras divinas de Jesucristo: «¡Sólo quien perseverare hasta el fin, se salvará!».

Aquella noche hubo fiesta en el cielo...