04 DE MARZO
SAN CASIMIRO
PRÍNCIPE DE POLONIA (1458-1483)
LEYENDO la vida de San Casimiro nos afianzamos en el convencimiento de que no entendemos a los Santos. No los entendemos, porque los juzgamos con un criterio miope que no les va. Por eso con frecuencia nos parecen extravagancias lo que son finuras de amor. Al santo hay que mirarlo a través del prisma de la fe. Sólo así comprenderemos vidas como la de San Casimiro, príncipe de Polonia y gran duque de Lituania, hijo del rey de Polonia Casimiro IV y de Isabel de Austria, nacido en Cracovia el 3 de octubre de 1458 y muerto en Vilna el 4 de marzo de 1483: ángel de pureza que, en medio de una corte fastuosa y tentadora — una corte renacentista donde se hace juego del amor y comercio de la honra sabe ser feliz sin mancillar su pensamiento ni su cuerpo.
La reina Isabel, bien secundada por el santo canónigo Juan Duglosz y por el profesor toscano Buonaccorsi, educa a su hijo para santo desde la cuna, echando en su corazón rica sementera de buenos sentimientos, de recias y cristianas costumbres, de ciencia, de santidad Casimiro —ingenio perspicaz, carácter dócil, corazón piadoso— colabora eficazmente a la acción del Cielo. Y en su alma intacta brota —con las primeras ráfagas humanísticas— espléndida floración de virtudes.
En 1473, a los quince años, es proclamado rey de Hungría por decisión unánime del pueblo y la nobleza. Su humildad se rebela y rehúsa una corona que significa gloria, riqueza, poder, felicidad terrena. Pero Ladislao —sangre violenta de los Jagelones— le da un ejército para que defienda su legítima sucesión. Casimiro sacrifica sus propios sentimientos en aras de la obediencia paterna y se presenta en la frontera húngara al frente de su ejército. Mas, al ver que Matías Corvino, su rival, se apresta a defender el cetro con la espada y que el papa Sixto IV apoya al monarca destronado, renuncia voluntariamente al trono y se retira al palacio de Dolzki, dispuesto a conquistar el único reino que verdaderamente le seduce: el reino de los cielos. Sólo en apariencia sigue siendo príncipe; en su alma y en su corazón, es un auténtico monje. Lo mismo en Vilna, que, en Cracovia, que en Rusia Blanca, se le ve asistir a los torneos y cacerías, ceñir con garbo la espada, cabalgar con gentileza, frecuentar las salas de fiesta, alternar con la aristocracia, siempre amable, pero sin dejarse encadenar. Debajo de las sedas y brocados lleva insuave cilicio. Su gravedad y reserva son freno y reproche para las descocadas «estrellas» de la Corte. Espíritu cultivado «alma real», dice el biógrafo apuesto doncel —como lo pintó Carlo Dolci—, Casimiro aparece como el caballero cristiano ideal y sin tacha, al que ni atraen las fastuosidades, ni halagan los honores, ni embriaga el triunfo, ni seduce el amor. Mejor dicho, sí; un amor le fascina irresistiblemente: el amor a la Virgen María. Es la única Reina de su corazón. Cuando todos los poetas hacen canciones eróticas y se manchan con paganías, su musa, apasionada y limpia, teje elegantes ritmos latinos y canta en vibrantes madrigales a la Señora de sus pensamientos. ¿No habéis oído nunca el inspirado Omni die dic Mariæ, a él atribuido?
«¡Oh alma mía! —exclama en un desbordamiento de piedad filial —, tributa
tus diarias alabanzas a María, solemniza sus fiestas, celebra sus virtudes
resplandecientes.
»Aunque sé muy bien que María es superior a toda alabanza, reconozco que es locura no alabarla.
»Hónrala, a fin de que te libre del peso de tus culpas; invócala para que no te veas enredado en el torbellino de las pasiones...
»¡Salud, oh, Virgen Santa!, por quien han sido abiertas las puertas del cielo a los miserables. Bendita seáis VOS, a quien no sedujeron las astucias de la serpiente.
»Alcanzadme que goce de la eterna paz y no sea presa del lago de fuego»
La Virgen derramó sobre el alma virginal de su siervo la profusión de sus dones. Y el que ya era conocido en todas partes por el nombre de «padre de los pobres», escuchó con escándalo de su humildad que le llamaban «santo». Pronto iba a demostrar que lo era.
Fue en el mes de marzo de 1483. En Vilna no se hablaba de otra cosa. ¿Qué le pasará a nuestro joven Príncipe? —se preguntaban el viejo ulceroso, el prisionero inocente, el ciudadano expoliado, que habían conocido la largueza de su mano y la magnanimidad de su alma.
Casimiro estaba enfermo de muerte. Los galenos habían dicho ya su última palabra. La Reina lloraba y rezaba sin separarse de su cabecera. Mas, he aquí que a un doctor se le ocurrió una idea peregrina, muy de la época: «El Príncipe está enfermo de tristeza, es un misántropo, no vive en este mundo. Sólo el amor de una mujer puede salvarle». No queremos desflorar la leyenda. Se buscó a la mujer más hermosa del Reino.
—Ya está aquí, hijo mío, quien puede devolverte la salud —dijo Ladislao.
—No, no — replicó Casimiro — mi única salud es Jesucristo.
No dijo más. La muerte selló en sus labios esta protesta de fidelidad a su pureza, y la blanca paloma de su alma voló a más puras regiones...
¡Carrera corta! ¡Veinticinco años edad de los sueños floridos—, que entregó galantemente a María sobre el ara de la virginidad!
Así sólo mueren los Santos...