lunes, 31 de octubre de 2016

SÍ. SOY REY. Homilía de la fiesta de Cristo Rey



Solemnidad De Cristo Rey, 30 de octubre de 2016
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)
El papa Pio XI instituyó en el último domingo de octubre la solemne fiesta en honor a la realeza de Nuestro Señor Jesucristo para “propagar lo más posible el conocimiento por parte de todos de la regia dignidad de nuestro Salvador” sabiendo que las fiestas litúrgicas tienen mucha más eficacia “para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu”, que los tratados y los documentos.
Una fiesta también que quiere ser un remedio para la peste de nuestra época: el laicismo por la que la persona en particular pero también en sociedad -el Estado- quieren organizarse al margen de Dios y de su misma ley.
Juzgamos peste de nuestros tiempos –dice el venerable Papa- al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; que no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.”
Las consecuencias de este laicismo son calificadas por el Papa como “amarguísimos frutos”: (…) el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.”
Adentrémonos, pues, en el misterio de esta fiesta y escuchemos al Divino Redentor afirmar su condición de Rey ante Pilato que le preguntó: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
Hagamos un ejercicio de imaginación y representemos la escena totalmente paradójica. Cristo, el Señor del Universo, afirma que es rey en una situación humillante y totalmente desconcertante. El Sanedrín lo juzga reo de muerte por decirse “Hijo de Dios”. Llevado ante Pilato -procurador romano de Judea- para que ejecutase la sentencia, lo acusan de malhechor y revolucionario. Apresado, abofeteado, maltratado, en una situación humillante para cualquier hombre, Jesús proclama: “Tú lo dices: Soy Rey”, pero “mi reino no es de este mundo” ni mi realeza es al estilo de los poderosos de la tierra. La realeza de Jesús se manifiesta y entiende a la luz de su pasión y muerte, de su humillación y su obediencia al Padre. ¡Qué bien expresado en el cántico de los Apóstol Pablo en la carta a los Filipenses (2,6-11)

Cristo, siendo de condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Queridos hermanos:
Hoy como Pilato, son muchos que fríos e insensibles preguntan a Jesucristo: «Entonces, ¿tú eres rey?». Hoy, como aquellos judíos de la turba, ante el Ecce homo rechazan a Cristo como rey  y afirman “no tenemos más rey que el Cesar”. Son muchos también los que como aquellos demonios que atormentaban a las almas, dicen: ¡Que tienes que ver con nosotros, Jesús Nazareno.”  Muchos son también los que se proponen –y lo están consiguiendo cada vez de forma más eficaz- hacer desaparecer de la historia, de la conciencia general, del conocimiento de los niños y de los jóvenes, de la vida de la sociedad y de los Estados el conocimiento de Cristo, pues lo acusan: “este alborota a nuestro pueblo” y “lo solivianta, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí.” ¡Hasta aquí, hasta nuestros tiempos y nuestro hoy!

Ojalá no estemos nosotros en medio de éstos, sino que amando y obedeciendo a este Rey nuestro, cuyo yugo es suave y carga ligera, ansiemos ser sus más fieles servidores y deseemos que su reino venga a nosotros –como el mismo nos enseñó a pedir al Padre de los cielos-.
Ojalá nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey, porque yo soy la Palabra que existe desde el principio, y desde el principio estoy junto a Dios, porque yo que soy el Verbo soy Dios. Soy rey, pues “todo me pertenece” porque “Yo y el Padre somos uno”, y “todo lo que el Padre tiene me lo ha dado”, y todo fue creado por medio de mí y sin mí nada fue creado.
Ojalá nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey, y he dado mi vida por ti en el suplicio de la cruz para librarte de la esclavitud del pecado y de la muerte; te he comprado al precio de mi sangre preciosa, te he rescatado de la fosa del abismo, de las garras de la muerte. No tengas miedo, a ti, que eres mi siervo, te llamo amigo, pues te amo y por ti entrego mi vida. Sólo te pido una cosa: “Ven y sígueme”.
Ojalá nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey; pues he nacido del linaje de David. En verdad, soy desciende e hijo de David porque mi Madre María Santísima y mi padre legal José descienden de la familia real.  Sí, soy rey, el Mesías prometido, el Rey de Israel, y por ello, el mismo David me llama “Señor” suyo.
Ojalá nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la voz de Cristo que es la misma Verdad y nos dice: Sí, soy rey; pues yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, quien quiera hallar la vida y la felicidad que venga a mí, quien quiera ser Bienaventurado por toda la eternidad que cumpla lo que yo os digo, mi mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado…
Ojalá nos encontremos entre aquellos que son de la verdad y escuchemos obedientes la voz de Cristo que nos dice: Sí, soy rey; a mí me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; y confiados en su palabra vayamos al mundo entero a anunciar el Reino de Cristo para instaurar ya y ahora todos las cosas en él, pues su dominio lo abarca todo.
Ojalá escuchemos obedientes de la voz de Cristo que nos dice: Yo soy Rey, y he venido a juzgar el mundo, y el juicio es este: El que me recibe a mi recibe al que me ha enviado. El que no está conmigo, está contra mí.
Ojalá escuchemos la voz de este Rey soberano y veamos su rostro en el hambriento y el sediento, en el peregrino y el desnudo, en todo aquel que sufre  y pasa necesidad para que cuando venga el Hijo del hombre en su gloria y majestad acompañado de sus ángeles podamos oír no aquella sentencia temible “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno”, sino aquellas otras “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.”
Acudamos con confianza a la Santa Reina de los Cielos, a la Madre del Rey del Universo, para que como ella acojamos a su Hijo, Rey nuestro, escuchemos su palabra, la guardemos en nuestro corazón haciendo en todo y solo su voluntad como sus humildes esclavos. A ella se lo pedimos. Que así sea. Amén.