jueves, 4 de septiembre de 2025

5 DE OCTUBRE. SANTOS FROILÁN Y ATILANO, OBISPOS (+905-915)

 


05 DE OCTUBRE

SANTOS FROILÁN Y ATILANO

OBISPOS (+905-915)

EL recuerdo de los Santos es siempre deleitable y proficuo. Y lo es, sobre todo, si han llevado en sus venas nuestra misma sangre, si se han santificado con nuestra misma idiosincrasia, si han dejado huella profunda en nuestro pueblo,

Junta hoy la sagrada Liturgia los nombres egregios de dos españoles —Froilán y Atilano —, hermanos gemelos en la santidad y en el quehacer histórico de un siglo de epopeya, «luceros que iluminan entre nosotros el caos de los tiempos de la Reconquista».

Antes uniera Dios sus vidas en este mundo, por una de esas providenciales circunstancias que solemos llamar casualidades, pero que, en realidad, escapan a toda humana conjetura.

Froilán —noble patricio— ha nacido en la ciudad de Lugo. La vaguedad cronológica de los sucesos no nos permite detallar sus primeros pasos. Atilano —hijo de padres mozárabes— ha visto la luz en Tarazona, se ha educado en el monasterio de los Fayos —a una legua de la Ciudad— y en él ha vestido el hábito benedictino. ¿Qué impulso, qué idea le lleva un día a emprender un largo y penoso viaje a las montañas de León? Sin duda, la fama de Froilán.

Allá en las alturas de Curueño —hoy Valdorrí—, entregado totalmente a Dios por la contemplación, el ayuno, la penitencia y la lectura de los Libros Santos, reproduce el Santo Fundador de monasterios de una manera integral los rasgos vigorosos de Juan Bautista, de Pablo, de Antonio y de Ililarión. El lobo de la leyenda y de la iconografía —precursor del de Gubbio— le acompaña a todas partes como fiel compañero... Atilano siente la atracción de aquel hombre extraordinario, pide licencia, y corre a admirar de cerca —a imitar — aquella vida cuajada de renunciamientos y maravillas.

Dios los destinaba a ambos a ser padres y maestros de monjes innúmeros —levadura espiritual de su siglo —, que lucirían «cual las estrellas», como figuras representativas del alma hispánica.

He aquí el milagro. Un ejército incontable de discípulos se ha congregado en torno a los dos santos eremitas. El valle y el monte se han poblado de cenobios, «en los que se da a Dios el mejor culto que es posible darle en la tierra». «Las orillas del Bernesga, del Torío, del Cea y del Esla —escribe el Padre Villada— se ven invadidas por hombres enjutos que, vestidos con hábito pobre y uniforme, las convierten en huertas y vergeles. Animados por San Froilán y San Atilano, maceran sus carnes, renuncian a la voluntad y entornan su armónica salmodia, día y noche, al Dios de los cielos y de la tierra». Valdeoveco, Veseo, Moreruela y Tábara constituyen los principales estadios de santidad del reino leonés, los focos más brillantes de la cultura y del arte, asiendo Froilán el abad y Atilano el prior: Sol y Luna de aquel firmamento»...

Un día, Froilán siente la tentación del apostolado, y para asegurarse de que aquello no es una sugestión diabólica, mete unos carbones encendidos en la boca, esperando — ¡qué fe la suya— conocer la voluntad divina por el hecho de que le quemen o no. El milagro se realiza, y el santo Fundador, acompañado de Atilano, sale a predicar por todo el Reino la palabra de Dios. Sus labios, purificados y consagrados por el fuego de la fe, esparcen con acentos de profeta por pueblos y ciudades esas auras de leyenda y santidad que han llegado hasta nosotros rodando por encima de once siglos. «El siniestro llamear del alfange de Almanzor fulgura medio siglo antes en el vibrar de su voz» —reformadora y milagrosa—, que lo mismo puebla de monjes los monasterios, que arrastra a los hombres a empuñar las armas contra el agareno con espíritu de cruzados. Así se forja aquella popularidad que lleva los nombres de Froilán y Atilano hasta la Corte de Alfonso III, el Magno. El Rey los llama a Oviedo y, un día de Pentecostés, en presencia de todos los magnates del Reino, el Abad es consagrado Obispo de León, y el Prior, de Zamora. Del primero dice un historiador que, «puesto sobre el candelero de la dignidad, alumbra toda aquella parte del Esla con el resplandor de la luz eterna que funda escuelas, conventos y hospederías, y que no hay obra santa y benéfica que no acometa con generoso ardimiento». Aunque corta, su labor es fecunda y hermosa, y aún después de la muerte —905— no desampara a su grey. Es patrono de la ciudad de Lugo y de la Diócesis de León, que le venera con acendrado cariño en el relicario incomparable de su Catedral.

De San Atilano narran las viejas crónicas un episodio delicioso, revelador de su humildad y grandeza de alma. Cuentan que después de siete años de santo gobierno —la doctrina fluía de su boca con la misma abundancia que la limosna de sus manos»— emprende a pie la peregrinación a Tierra Santa. Al pasar sobre el Duero, arroja al agua su anillo pastoral, diciendo: «Cuando volvieres a mis manos, entonces sabré que Dios ha perdonado mis pecados». Dos años más tarde vuelve a Zamora. En la ermita de San Vicente le dan albergue sin reconocerlo. Allí mismo aparece el anillo en el vientre de un pez, mientras las campanas de la Ciudad anuncian su llegada, movidas por mano invisible. Seis años rige todavía la Diócesis zamorana, y su nombre aparece en los documentos hasta el 915: Atilanus peccator, Atilano, pecador... Así se firmaba aquel hombre en cuyo favor obrara el Cielo los mayores prodigios.