viernes, 19 de septiembre de 2025

20 DE SEPTIEMBRE. SAN EUSTAQUIO Y COMPAÑEROS MÁRTIRES (+EN EL 120)

 


20 DE SEPTIEMBRE

SAN EUSTAQUIO

Y COMPAÑEROS MÁRTIRES (+EN EL 120)

EN este siglo XX mecanizado y frívolo en que vivimos, y en el que todo católico necesita defender con entereza los principios de la fe y de la moral cristianas, refrescar la memoria de un mártir es derramar sobre las almas un bálsamo saludable y llevar lenitivo a los corazones y a las conciencias desorientadas. Máxime, si, como en el presente caso, no se trata de un sólo mártir, sino de una familia entera de héroes...

¡Paciencia que pasma, fidelidad que fortalece, confianza que alienta y heroicidad que acucia, es lo que nos enseñan estos insignes confesores de la Fe, que se llaman Eustaquio, Taciana, Agapito y Teopisto!

¿Quién fue San Eustaquio? preguntará alguno—. Respondemos al hilo de las controvertibles Actas: Un mártir del tiempo de Adriano. Un romano de la noble familia de los Plácidos. Un alto y prestigioso oficial del ejército de Tito y Vespasiano, que ha merecido el título de Magister Mílitum. Un pagano rico, bueno, valeroso, genial, de espíritu recto. Su historia es tan maravillosa que, si no supiéramos —como dice el real Profeta— que «Dios es admirable en sus santos», nos parecería leyenda. Inspirado en ella, el arte —especialmente en Alemania y los Países Bajos — ha dejado obras maestras a la admiración y a la piedad de los siglos. ¡Cuadros de Rubens, de Durero, de Guido Reni, de Víctor Pisano...!

En el museo del Prado existe una tabla de Rubens —«La caza del ciervo»— que representa el milagro de la conversión de San Eustaquio, y que un afamado crítico de arte describe así: «Figuraos una hermosa arboleda atravesada por un río, en cuya mansa superficie juguetean las aves acuáticas… Retorciendo sus rugosos brazos, un árbol destaca en medio de tan bella decoración. A su sombra, de rodillas ante un ciervo misterioso, entre cuya cornamenta fulge una cruz, San Eustaquio.

Viste sayo violeta, calzas anteadas, botas de correal, y ostenta rica espada y elegante trompa de caza. A su alrededor, ríumerosa jauría descansa indiferente... Un blanco corcel, lujosamente enjaezado, completa el cuadro».

La visión del gran pintor flamenco no se ajusta en todos sus detalles a la versión de las Actas. Pero le hemos dado cabida aquí, porque este episodio milagroso —clave de la vida del Santo—, puesto en tela de juicio por críticos de la talla de Tillemont y Baillet, ha sido ratificado con los recientes descubrimientos del Padre Kircher, en la iglesia de Nuestra Señora de Vulturella, cerca de Tívoli. Una inscripción hallada por el célebre jesuita —que se remonta a los tiempos de Constantino— alude con toda claridad a este hecho. Veamos, pues, la interesante historia.

Eustaquio tiene grandes aficiones cinegéticas. Un día sale de caza, y se presenta a su vista un enorme ciervo, como invitándole a perseguirle. Así lo hace él. Mas, he aquí que, en plena carrera, sucede algo singular. El animal se para en firme y se vuelve tranquilamente hacia su enemigo, que se queda de piedra al descubrir entre sus astas la imagen de Cristo Crucificado. Una voz celestial lo tranquiliza:

—No temas: soy el Dios de los cristianos. Me agradan tus buenas obras, y vengo a sacarte de las tinieblas del paganismo.

— ¿Qué queréis de mí, Señor?

—Ve a la Ciudad: el presbítero Juan te indicará lo que has de hacer.

Eustaquio recibe el Bautismo, junta. mente con su esposa y sus dos hijos. Poco después, en una nueva aparición, le revela el -Señor los grandes trabajos que habrá de padecer por su nombre: — Voy a poner a prueba —le dice— tu fidelidad y tu virtud.

— Hágase, Señor, tu voluntad en todas las cosas — responde el Santo.

Sólo el Patriarca de Idumea pudo padecer más que él y aventajarle en la fidelidad y en la paciencia. «Tanquam áurum in fornace probavit eos, et quasi holocáusta accepit eos: Dios los acrisoló como el oro y los aceptó como holocaustos». La peste le arrebata todos sus siervos y ganados. El capitán de un buque le rapta la esposa —Taciana—, cuando ambos se dirigen a Palestina, a esconder su miseria. Sus dos hijos —Agapito y Teopisto— se le extravían en un bosque infestado de fieras. Familia, riquezas, honores: todo lo pierde, sin que en sus labios se dibuje el más leve rictus de protesta. El espíritu de Dios le guía en todo...

De mozo de labranza le sorprendieron, después de catorce años, los emisarios del Emperador, que reclama sus servicios para una campaña en Oriente. La orden imperial señaló también la hora de la Providencia, la hora del premio. En el ejército encontró con indecible júbilo a sus dos hijos, y su fiel esposa voló a su lado al tener noticia de sus triunfos. La entrada del general Eustaquio en Roma fue la mayor victoria de su carrera militar.

Pero le aguardaba un trofeo más espléndido. Adriano quiso solemnizar el triunfo de sus armas con grandes sacrificios a los dioses. Eustaquio y los suyos se negaron rotundamente a obedecer. Los cuatro fueron encerrados en un toro de bronce incandescente. El fiel cumplimiento del deber colocó en sus manos el laurel de la mejor conquista y sobre su cabeza una corona de preciosas perlas...

En su tumba pudo ponerse este epitafio: Fiat voluntas tua sicut in cælo et in terra:

Hágase, Señor, tu voluntad, así en la tierra como en el cielo...