lunes, 29 de septiembre de 2025

30 DE SEPTIEMBRE. SAN JERÓNIMO PADRE DE LA IGLESIA (331-420)

 


30 DE SEPTIEMBRE

SAN JERÓNIMO

PADRE DE LA IGLESIA (331-420)

SI deseáis saber, sin intrincados discursos, en qué se diferencia un santo cristiano de los héroes que el mundo admira y glorifica, leed la vida de San Jerónimo. En él se dieron cita la virtud y el saber, y en su alma desposados, trenzaron heroicamente la corona de la santidad. Laselve dice en sus Canciones, que fue un sol en el mundo, que abrasó a los herejes y abrió horizontes nuevos a los perfectos; un ángel en el. desierto, por su pureza, penitencia y oración; un milagro en la Iglesia, por los libros que escribió y las virtudes de que dio ejemplo...

¡Quién nos diera una pluma como los pinceles de Ribera, del Greco o de Van Dyck, para sorprenderle semidesnudo y semivivo en la gruta de Belén, con aquella calavera en la mano, o aquella Biblia, o aquella piedra, o aquel Crucifijo! Unas cuantas pinceladas serían suficientes para despertar el entusiasmo por San Jerónimo: el «Doctor máximo en la exposición de la Escritura», el gran director de almas —coloso en la santidad y en la doctrina— que, con San Ambrosio y San Agustín, forma el excelso triunvirato de la Iglesia Romana en los siglos IV y V.

Estridón —en la raya dálmata— es el primer hito de esta asombrosa singladura científica y apostólica. Aquí nace hacia el 331. Ni un dato acerca de su familia y primeros años. A los quince, Roma —que será el norte de sus aspiraciones, y también de su geografía— le abre sus imperiales puertas y le brinda su dualismo enervante y desorientadora La Roma pagana, con su cultura, con su inmortal pesadumbre de gloria, con su corrupción, ejerce una fascinación poderosa sobre este pálido y desmedrado adolescente, exquisitamente sensible, envolviéndole en una vida agitada llena de remordimientos. La Roma cristiana, con sus vestigios de un triunfo mayor que el del foro y las legiones, habla a su alma noble el lenguaje puro de la verdad, de la fe y del amor de Cristo, ¡Roma! No se podría escribir la biografía de San Jerónimo sin la presencia de Roma.

Se ha dicho que la mucha ciencia acerca a Dios. A Jerónimo, genio predilecto, enamorado de los libros, no podemos imaginarlo encenagado en el vicio. La Dialéctica, la Retórica y la Filosofía absorben por completo su actividad. Las lecciones del gramático Elio Donato le roban el tiempo de las diversiones. La biblioteca lo trae de cabeza. El profesor Mario Victorio, recién convertido, le contagia su entusiasmo religioso. La visita a las Catacumbas enciende su admiración por los héroes del Cristianismo. Tras la admiración viene la devoción, y tras ésta, el Bautismo, de manos del papa Liberio, hacia el 363. Había que elegir, y Jerónimo se ha quedado con la Roma cristiana, con la Roma eterna: «Yo me mantengo unido a Su Santidad, esto es, a la Sede de Pedro. Sobre esta roca sé que está fundada la Iglesia. Fuera de la Iglesia no hay salvación. El que come el Cordero fuera de esta casa, es extraño. El que está fuera de la Iglesia del Señor, no puede ser puro». He ahí autorretratado en cuatro frases tajantes, el espíritu íntegro, sincero, apasionado, vertical, de San Jerónimo.

A partir de este momento su vida es un claro amanecer. Peregrino de la ciencia y de la virtud —turista y asceta— hace un viaje prodigioso a través de la Galia, Grecia, Tracia, el Ponto, Bitinia, Galacia, Capadocia y Siria. La muerte de un amigo muy querido —ex duobus óculis unum— lo lleva —en 374— al desierto de Calcis, donde pasa cinco años entregado al difícil estudio del hebreo y a estremecedora penitencia, en lucha perenne con la carne. «El ayuno debilitaba mi cuerpo, pero en el cuerpo helado el corazón se abrasaba en deseos... Yo no cesaba de golpearme el pecho, hasta que el Señor restablecía la calma». En esta soledad, «embellecida con las flores de Cristo», inicia sus trabajos bíblicos y se forma su alma grande y apostólica. En 379 se ordena de sacerdote en Antioquía. De aquí pasa a Constantinopla y aprende de labios de San Gregorio Nacianceno el manejo de la exégesis. Engolfado en el estudio le sorprende la invitación del papa San Dámaso para asistir al Sínodo de Roma contra los apolinaristas...

Otra vez Roma. La fama le precede y exalta. Es el hombre del día. Secretario del Pontífice, a sus ruegos emprende la obra cumbre de su vida: la versión del texto bíblico —hebráica véritas— que, con el nombre de Vulgata, adoptará oficialmente la Iglesia. Su pluma esparce luz celestial en libros, homilías y cartas de pasmosa erudición, Su santidad le lleva a dirigir el llamado «Cenáculo del Aventino», donde, en afán de perfección, se reúnen las damas de la aristocracia cristiana. Pero, a la muerte del Papa, la calumnia procaz le obliga a alejarse de Roma para siempre. Con el corazón destrozado, visita Tierra Santa y los cenobios de Nitria, radicándose, por fin, cabe la Gruta del Nacimiento, en Belén. Tampoco aquí disfruta la soledad total. Dios odia la paz de los que han nacido para la guerra. Jerónimo —genio batallador templado en la aspereza del desierto— ha de resignarse a seguir siendo oráculo de la verdad, ya en la polémica abierta, ya en la dirección espiritual de los monasterios...

Sólo la muerte pudo acallar aquella voz que no conoció la lisonja ni la claudicación. ¿Quién comprenderá a este hombre de grandeza ciclópea que, en la hora más amarga de su vida, daba gracias a Dios «por haberle juzgado digno de que el mundo le odiará»?