XVI DOMINGO DE PENTECOSTES
EL BANQUETE DEL FARISEO
Fray Justo Pérez de Urbel
NUEVAMENTE vemos a Cristo delante de sus enemigos. Es en Perea, al otro lado del Jordán, en el último otoño de su vida. Un príncipe de los fariseos le ha invitado a comer aprovechando el descanso del sábado. Otros fariseos han sido invitados también, y sus ojos se fijan en el divino Maestro. "Y ellos le observan", dice San Lucas. Aquel banquete, aquella invitación no tenía otro objeto: observar, espiar al atrevido Rabí, cuyas predicaciones amenazaban su prestigio político y sacerdotal. Jesús lo sabe, pero no teme las redes de la tortuosa dialéctica farisaica. Este banquete va a dejar a sus enemigos heridas profundas de humillación y deseos de venganza. El Evangelio de este domingo sólo nos cuenta el primer incidente.
Los comensales se han sentado, empiezan a escanciarse los vinos y va a comenzar el banquete. Pero he aquí algo que viene a turbar su alegría y frunce sus rostros con muecas de disgusto: un hombre acaba de entrar en la habitación. Es un hombre repugnante, enfermo, hidrópico. Después de unos momentos de incertidumbre, ha distinguido desde la puerta la barba joven y los ojos bondadosos del Taumaturgo de Nazaret y hacia Él ha dirigido sus pasos. Sus labios están mudos, pero su mirada, su semblante, toda su actitud están pidiendo la curación. Hay un momento de ansiedad en la sala. Clavados en Jesús, parecen decir los ojos de los fariseos: ¿Se atreverá el galileo a desafiarnos una vez más, curando a este hombre en sábado?
Jesús les mira a su vez, y gravemente, sencillamente, pregunta: "¿Es licito curar en día de sábado?" Ellos, los doctores, los legistas, los maestros de Israel, son los que deben decidir la cuestión. No les es posible responder que sí. ¡Han complicado de tal manera, con sus indigestos comentarios, con su casuística abrumadora, los preceptos del Sinaí! Sería condenarse a sí mismos, deshacer el castillo formidable de aquella ética intangible, que era la razón de su autoridad ante las gentes. Pero si responden negativamente, se alejan más y más del pueblo, que sigue entusiasmado al nuevo profeta. Precisamente la multitud observa la escena desde las ventanas y desde la puerta, que, según la costumbre, ha dejado bien abierta el anfitrión para que todo el mundo pueda darse cuenta de su generosidad, de su talento organizador, de su buen gusto y de su olfato en la elección de los cocineros.
Los doctores callan, se miran unos a otros, se hablan algunas palabras al oído, pero no logran ponerse de acuerdo. Aquella actitud parece un asentimiento; ya interpretándole en ese sentido, el Maestro toma la mano del hidrópico, la oprime suavemente, y, al contacto de la mano divina, la salud renace en el cuerpo del enfermo, y con la salud, el perdón, la paz y el amor. Tal vez hubo algún conato de protesta, pero Jesús lo sofocó con esta sencilla pregunta, en que la indulgencia se mezclaba de una manera maravillosa con el sentido común. "Si el asno o el buey de alguno de vosotros se cayere en un pozo, ¿por ventura no le sacaríais, aunque fuese día de sábado?" Dios se digna razonar con los hombres y justificar su conducta; los hombres "no saben que responder". Siguen callando. Están vencidos; pero ni creen ni adoran. Les falta la humildad y les sobra el odio. Seguirán torturándose la cabeza con su inútil fárrago talmúdico; seguirán levantando montañas de hermenéutica bíblica, con el único afán de embrollar las cuestiones, de ensombrecer la vida, de imponer cargas nuevas sobre la espalda de los hombres, cuando la solución es tan obvia, tan natural, tan sencilla.
Había un conflicto, un conflicto entre la ley del reposo sabático, oscurecida de una manera inverosímil por la interpretación humana, y la ley del amor. El reposo del séptimo día era algo sagrado entre los hebreos, y sigue siéndolo para los cristianos. "Durante seis días trabajaras -ordenaba el Señor a Israel-; pero el séptimo día es el descanso del Señor tu Dios. No harás en el obra alguna ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni los animales que te sirven, ni el extranjero que habita bajo tu techo. Porque en seis días hizo Dios el cielo, la tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos, y el séptimo día descansó." Si Cristo volviese hoy a la tierra, tendría seguramente que reprendernos el haber olvidado estas palabras terminantes, que están escritas para nosotros, lo mismo que para el pueblo de Israel; pero a aquellos hebreos formulistas era preciso recordarles que quien ha hecho el sábado es Señor del sábado; que debían aprender a observar la ley de una manera más inteligente, y que la práctica de un precepto no debía hacerles olvidar los otros. En este caso extraviábales un argumento que solo en apariencia era verdadero: "El honor de Dios -debían de decir- jamás debe ser postergado a la utilidad del hombre." Es cierto: pero olvidaban que el que sirve a su hermano, sirve, honra y da culto a Dios; olvidaban la ley del amor, espíritu de toda ley, que, ellos habían ahogado en ríos de tinta, y que toda la antigüedad había echado en olvido.
He aquí la idea profundamente humana que Cristo recordaba a los hombres; la luz nueva que quería hacer brillar entre ellos; la semilla de un concepto generoso de caridad, de solidaridad, de humanidad. El hermano enfermo, pobre, doliente, tiene sus derechos sagrados. Ante él, Dios mismo parece renunciar a sus propios derechos. ¡Tan fuerte, tan rigurosa, tan apremiante debe ser para nosotros la voz de la miseria y del sufrimiento! Se ha dicho neciamente que el Cristianismo es incompatible con la humanidad, que es la muerte de la humanidad; que para ser cristiano se necesita despojarse antes de todo lo que es verdaderamente humano y renunciar a ello. Esta idea le parecía a Voltaire un descubrimiento afortunado. Pero realidad es muy otra. Todo el Evangelio es la vuelta a la humanidad, o si se quiere, la vuelta a la divinidad por media de la humanidad. En la antigüedad, el hombre sacrificaba al hombre en las aras del dios, y de este modo creía aplacarle. Ahora Cristo nos dice que el hombre puede aplacar y servir a Dios sirviendo al hombre; que puede elevarse a las alturas de la divinidad sin renunciar a las exigencias de la humanidad; o más exactamente, que el hombre mismo es un peldaño, no un estorbo, para subir a las claridades divinas.