jueves, 7 de octubre de 2021

Devoción a La Iglesia (2). Hora santa con San Pedro Julián Eymard

 

Devoción a La Iglesia (2). ... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...

 

LA DEVOCIÓN A LA IGLESIA

¿Cuáles son los deberes de un cristiano, de un adorador para con la Iglesia?

Todo cristiano debe a la Iglesia los cuatro deberes del cuarto mandamiento de Dios. Y así como la paternidad espiritual es superior a la humana, así también los deberes para con la Iglesia deben tener siempre cierta primacía de honor y lealtad.

Ahora bien, el cuarto mandamiento manda honrar a los padres, amarlos, obedecerles y asistirles en sus necesidades. Pues estos son también los deberes de los cristianos para con el papa, los obispos y los sacerdotes, cada cual según su misión y su dignidad en la Iglesia.

 

1.º Honra.

Hay que honrar al papa como vicario visible de Jesucristo. Es doctor de doctores, padre de padres, maestro de maestros, por cuyo motivo lleva la tiara, la triple corona de Jesucristo.

Suprema honra y supremo respeto, por tanto, al soberano pontífice, que es Jesucristo cumpliendo su divino oficio en la tierra.

Honra eminente y profundo respeto al obispo, mano, corazón, palabra del papa y de Jesucristo; es un príncipe de la Iglesia, sentado en las gradas del trono pontifical, que participa de la realeza espiritual del soberano pontífice.

A los pastores, a los sacerdotes, respeto religioso, honores angélicos, porque son los ángeles del nuevo testamento, embajadores celestiales y ministros de Dios.

Despreciar al sacerdote, pecar contra él, sería pecar contra el mismo Jesucristo. “Quien os desprecia a mí me desprecia” Lc 10, 16), ha dicho el Salvador de sus sacerdotes. Y por medio, del profeta dijo también: “No toques a mis cristos” (Ps 104, 15), prohibición que no se quebranta sin atraerse los más terribles castigos.

Porque, quien peca contra el sacerdote, ataca al predicador, al sostén, al canal de la fe católica, y él mismo es castigado con la debilitación y pérdida de la fe.

Y como no hay remisión de pecados sin sacerdote, ni Eucaristía sin el sacerdocio, ni caridad sin este foco eucarístico que la alimente sin cesar, quien no tiene fe en el sacerdote está perdido.

Aquí tenemos la razón por la que los enemigos de Jesucristo atacan tanto y con tanta perfidia y saña a los miembros del sacerdocio, para paralizar el poder de la fe y aniquilar la religión en el corazón de los fieles.

Dice el profeta Daniel que el principal combate del anticristo será contra el sacrificio y el sacerdocio, combate que comienza y crece ya.

Estén, pues, sobreaviso los fieles contra la astucia infernal de sus enemigos, quienes para destruir su fe en el sacerdote no cesan de mostrar sus defectos humanos y aun de calumniarlos en caso de necesidad, para que parezcan despreciables y así escandalizar a los débiles.

Júntense los fieles alrededor de sus pastores como alrededor de sus jefes espirituales; defiendan su divina misión y honren su sacerdocio; cubran con manto filial los defectos de su pobre humanidad, que Jesucristo les deja para que se mantengan humildes y así se practique la caridad y se sobrenaturalice la fe de los cristianos.

2.º Amor.

¿No amamos a una madre que nos ha dado la vida, a un padre que nos alimenta y se consagra a nuestro bien?

Pues la santa Iglesia es madre de nuestras almas. Ella nos ha engendrado a Jesucristo entre tormentos del martirio, nos da una vida espiritual que nadie nos puede arrebatar, nos educa para la vida eterna, para que podamos allí gozar con Dios por Jesucristo de su misma gloria y felicidad. Ahora en los peligros de la vida, como madre cariñosa y solícita que es, guía y sostiene todos nuestros pasos, nos ampara contra los ataques de los enemigos, nos cura las llagas, trabaja y sufre por nosotros. Ni nos deja hasta tanto que se hayan cerrado nuestros ojos a la luz, y se haya apagado el habla en nuestros labios muertos y haya por fin cesado de palpitar nuestro corazón. Y al llegar a este punto toma nuestra alma después de haberla purificado, la bendice, y revestida de sus merecimientos la lanza al seno de Dios creador y redentor. Hasta el purgatorio nos acompaña su caridad, pues también allí tiene poder con su expiación y sufragios. Su oficio salvador no acaba sino a la puerta del cielo.

¿Oh, quién no amará y no se aficionará a tan dulce y cariñosa madre?

¿Quién no amará al papa, padre común de los fieles, a quien Jesucristo dio un corazón tan grande como el mundo y mayor que todas nuestras necesidades?

¿Quién no tendrá para el obispo, para los pastores de almas, aquella piedad filial que alivia su peso, espantoso aun para los mismos ángeles, que alienta su celo, consuela sus tribulaciones y les alivia sus sufrimientos? Son padres, padres de una familia inmensa, y padres sin otro sostén que la divina providencia que los ha enviado al mundo, como envió a Jesucristo.

3.º Obediencia.

Todo cristiano debe al jefe supremo de la Iglesia, en todo lo que depende de su misión divina, una obediencia de fe, so pena de hacerse culpable de rebelión y de herejía. “Considerad como pagano y publicano a quien no escucha a la Iglesia”, ha dicho Jesucristo (Mt 18, 17). El cristiano debe una obediencia filial e independiente de todo poder civil, que aquí no tiene fuerza ni derecho, a las leyes canónicas, a las bulas, a los decretos, a las decisiones de la santa Iglesia romana, que son voz, ley y enseñanza del soberano pontífice.

La obediencia filial va más lejos que lo mandado por la ley o la autoridad; mira a la intención del legislador. Sus consejos son órdenes para su corazón. No quiere pensar, hablar ni obrar sino como su Padre en la fe.

Extiéndese esta obediencia al obispo, como a pastor más próximo, que nos transmite con toda pureza y legitimidad las enseñanzas de la santa Iglesia, la palabra infalible de Pedro. El obispo cuida del depósito de la fe, de la santidad de las costumbres, de la estricta obediencia de las leyes divinas y eclesiásticas, poseyendo él mismo poder legislativo y doctrinal en las cuestiones de moral y de doctrina.

Se extiende también al pastor inmediato, en el ejercicio de su cargo pastoral. Por él nos gobiernan el papa y el obispo, y él tendrá que dar cuenta a Dios de todas las almas que le han sido confiadas.

Las verdaderas ovejas del rebaño de Jesucristo siguen a su pastor, conocen su voz y le siguen.

4.º Asistencia.

El hijo debe asistir a sus padres débiles y necesitados. En ello va la honra de un hijo y del cumplimiento de este deber depende su derecho a las promesas divinas.

Pues del mismo modo el cristiano debe asistencia al sacerdote de Jesucristo, padre suyo en la fe y ministro de la santísima Eucaristía.

El sentimiento cristiano se sublevaría con sólo pensar que un pastor no tuviese ni siquiera el pan de la limosna y los socorros que se dan a los necesitados.

Pero donde los fieles deben asistir sobre todo a sus pastores es en las obras de celo para la salvación de las almas, en la decencia y dignidad de los objetos del culto, en el cristiano cuidado de los enfermos. Estas obras, debajo de la dirección y gracia del sacerdocio, son verdaderamente apostólicas, y producen un bien ordenado, de conjunto, una obra seguida. Los impíos se unen para el mal; con mayor razón deberían unirse los buenos para el bien. A la sociedad del mal que se muestra tan pujante hay que oponer la sociedad de las almas fieles. El bien hecho aisladamente es débil y se apaga con la persona que le ha comenzado.

¿A qué obras debe uno consagrarse de preferencia? A las obras católicas, a las que han recibido la sanción de la Iglesia, a las que el sacerdocio inspira y bendice. Porque el error puede deslizarse fácilmente debajo de apariencias piadosas, y aun debajo del mismo manto de la piedad.

A una obra incipiente, lo primero que hay que preguntar es su legitimidad, su procedencia de la Iglesia, su fin y sus medios sobrenaturales. Una obra meramente humana, filantrópica, limitada al cuerpo, a la materia, es obra de filósofo, no de cristiano.

Y entre las obras buenas hay que darse de preferencia a las que más glorifican a nuestro Señor, a las que tienen por objeto directo el honrar a su divina persona y el ensalzar y el hacer reconocer los derechos de su realeza. Porque la parte principal del servicio y de la abnegación debe ser siempre y en todo para el jefe divino de la Iglesia.