jueves, 14 de octubre de 2021

De La Vida Interior. San Pedro Julián Eymard

 

De La Vida Interior. San Pe... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...

 

CAPÍTULO PRIMERO

Medios de la vida interior

La vida interior es la vida y el reinado del amor de Jesús en el alma, es Jesús poseyendo y gobernando todas sus facultades, llenándolas de su virtud y de su gracia, derramándose en ellas y atrayéndolas hacia sí, de manera que las facultades moren en Jesús como en su centro de paz y de reposo.

Para llegar a esta vida, que es el fin de todos los ejercicios y de todas las prácticas exteriores, hay que unificar primeramente todos los medios.

Durante algún tiempo hay que alimentar el entendimiento, el corazón, la piedad y las virtudes solamente con el amor de Jesús, para que este pensamiento del amor se naturalice y se trueque en habitual, fácil y agradable.

Para adquirir el hábito de pensar y sentir conforme al amor de Jesús hay que leer y meditar sólo sobre el amor divino hasta que este alimento constante forme un espíritu. Un acto virtuoso debe comenzar por el entendimiento, pues el corazón correrá bien pronto a la luz e irá hacia la dulzura y bondad divinas que se le hayan mostrado en toda su encantadora verdad. Hay que conocer a Dios antes que amarle. En la luz se muestra Dios al hombre: una gracia de luz vale más que mil de dulzura y de consuelo, porque el sentimiento pasa mientras que la verdad permanece.

El demonio combate sobre todo las gracias de luz por la distracción y la servidumbre a las cosas temporales, o por las diversiones del mundo.

El demonio no puede nada con un alma recogida en Dios.

Recogerse es concentrarse de fuera hacia dentro, es vivir cerca de Dios, con Dios. El alma no es fuerte ni progresa en la virtud sino por el recogimiento. En el recogimiento está la justa e inexorable balanza de su aprovechamiento y de sus pérdidas, de sus virtudes y de sus defectos.

Mas, ¿cómo puede uno recogerse, cómo puede vivir recogido?

1.º Hay que evitar primeramente cuanto se pueda el bullicio del mundo, amando el silencio y buscando la soledad para tener el necesario sosiego interior. Hay que encontrar un lugar tranquilo donde orar, para no tener que sostener dos combates a la vez, el de fuera y el de dentro.

2.º Andad con cuidado en punto a impresiones malas o que distraen mucho la imaginación, combatiéndolas rudamente así que se presenten, tratando a la imaginación como a una loca a la que sencillamente se impone silencio.

Es muy importante vigilar sobre los ojos en ocasiones peligrosas, para no ver nada que pueda manchar la imaginación, la cual viene a ser luego, como un museo obsceno. Pero como a la imaginación no se la puede condenar siempre a la inacción y al silencio, es útil emplearla en imágenes santas cuando los misterios que se meditan tienen una parte sensible. Hay que adormecerla así en la contemplación del bien y de lo hermoso, cuidando de no despertarla.

3.º Hay que combatir a todo trance y sin flaquear los pensamientos fijos de pena o de deseo, porque dan fiebre al alma y quitan al espíritu el poder y la libertad de reflexionar. Esta regla es de las más importantes de la vida espiritual. Cuando un enfermo padece calentura se ataja primero ésta, pasando luego a combatir la enfermedad.

4.º Hay que aspirar al recogimiento de la conciencia ante todo, el cual consiste en observar los pensamientos buenos o malos, las intenciones de las acciones y las mismas acciones en el acto interior de la voluntad. El primer precepto de la perfección, como también de la salvación, es huir del mal: Declina a malo. El primer efecto del amor es evitar toda ofensa, todo lo que desagrade.

 

CAPÍTULO II

Espíritu de la vida interior

¿Cuál es el espíritu que debe inspirar y dominar la vida interior de un adorador del santísimo Sacramento?

El mismo espíritu que el de la adoración eucarística, expresado por los cuatro fines del sacrificio del altar. Ya que toda la vida del alma interior es una prolongación de su oración, es justo que una y otra sean animadas por una misma savia y un mismo espíritu.

Con toda su vida, todos sus pensamientos y todas sus obras deberá, por tanto, el adorador adorar, dar gracias, reparar y suplicar para la mayor gloria de Jesús sacramentado. Para lo cual penetrará profundamente la naturaleza de cada uno de estos homenajes, de los actos y sentimientos que le son propios, para producirlos con frecuencia y adquirir facilidad y costumbre de su ejercicio.

I. La adoración

1.º Adorar a Jesús en el santísimo Sacramento es, en primer lugar, reconocer que está allí verdadera, real y sustancialmente presente, con humilde sentimiento de fe viva y espontánea, sometiendo humildemente a la divinidad de este misterio la flaca razón, no queriendo ver ni tocar, como el apóstol incrédulo, para rendirse a la verdad de Jesús sacramentado, no esperando para postrarse de hinojos a sus pies más que la infalible y dulce palabra de la Iglesia: “He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo”.

2.º Adorar a Jesús en el santísimo Sacramento es ofrecerle homenaje supremo con todo el ser, con el cuerpo por la modestia y el respeto más profundos, con el entendimiento por la fe, con el corazón por el amor, con la voluntad por la obediencia, en unión con las alabanzas de todos los verdaderos adoradores de Jesucristo, en unión con las adoraciones de la santa Iglesia, de la santísima Virgen cuando vivía en la tierra, de toda la corte celestial, que, postrada al pie del trono del cordero, le ofrece el homenaje de sus coronas diciendo:

“Digno es el cordero que ha sido inmolado y que nos ha rescatado para Dios con su sangre, haciendo de nosotros un reino para Dios Padre; digno es de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y la bendición”.

3.º Adorar a Jesucristo en el santísimo Sacramento es adorar la grandeza, la ternura de su amor hacia los hombres al preparar e instituir y perpetuar la divina Eucaristía, para ser siempre la víctima de salvación, el pan celestial y el consuelo del hombre viandante en la tierra.

4.º Finalmente, adorar a Jesucristo sacramentado es hacer de la Eucaristía fin de la vida, objeto final de la piedad, el blanco a que apunten las virtudes y los sacrificios de amor. Todo por la mayor gloria de Jesús en el santísimo Sacramento debe ser la divisa de la vida de un adorador.

 

II. La acción de gracias

Todo beneficio requiere gratitud, y cuanto mayor sea aquél, tanto más grande debe ser ésta. Ahora bien, el santísimo Sacramento es el beneficio de beneficios del Salvador. Su amor encontró el secreto de reunir todos sus dones, todas sus gracias, todas sus virtudes, todos sus amores en el don regio de la divina Eucaristía, que es la quintaesencia de todas las maravillas, la glorificación sacramental de todos los misterios de su vida. La Eucaristía es la vida temporal y la vida celestial del Salvador reunidas en un mismo Sacramento para ser para el hombre fuente inagotable de santidad, de gracia y de gloria, para que el amor del hombre viandante sea tan rico como el amor del habitante de los cielos.

¡Cuán grande debe ser la gratitud del corazón humano en presencia de tanta bondad por parte de Jesucristo, al ver que es fin de la Eucaristía, de la encarnación y del calvario! ¿Cómo ensalzar dignamente tanta bondad? ¿Qué acciones de gracias igualarán a semejante don? ¿Qué amor podrá bastar para corresponder a tanto amor?

Es tal la impresión que le produce a un pobre un don regio, una visita soberana que le saca de la miseria y le da honra, que no acierta a expresarse, no encuentra otra cosa que lágrimas de sorpresa y de gozo. La felicidad le agobia y le hace desfallecer.

Así debiera ser nuestra acción de gracias por la divina Eucaristía, así sería si comprendiéramos mejor este beneficio, conociéramos mejor a Jesucristo por un lado y nuestra profunda miseria, por otro.

El hombre que se hace dichoso merced a la bondad de alguno, se entrega al bienhechor. Como Zaqueo, le ofrenda todo lo que tiene, le sigue como los apóstoles y le acompaña como Juan y como Magdalena hasta el calvario.

Ni basta esto para su corazón. La misma Eucaristía será su acción de gracias. La ofrecerá al Padre celestial como agradecimiento por habérsela dado. Le ofrecerá a Jesucristo el mismo don de su amor, diciéndole con el Profeta: “¿Qué daré al Señor como pago de tantos beneficios como me ha hecho? Pues tomaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor” (Ps 115, 12-13). Repetirá,

 con María su divina madre, el cántico de su amor extasiado. Dirá el Nunc dimittis del anciano Simeón. Porque después de la Eucaristía ya no queda nada más que el cielo. Y aun ¿no es la Eucaristía el cielo en la tierra?