LA MELANCOLÍA DEL ADIÓS
TERCER DOMINGO DE PASCUA
Fray Justo Pérez de Urbel
Habéis oído las melodías gregorianas de estos domingos que siguen al gran día de la Resurrección, tal vez os haya sorprendido la discreta reserva, el pudoroso recogimiento y aun la melancolía de esa música litúrgica. El mismo aleluya, canto de victoria, estallido de jubilación, se olvida pronto del primer entusiasmo, para vestirse de placidez y de no sé qué dulcedumbre de añoranza.
Sus neumas son palomas que vuelan graciosa y amorosamente, no alborozadas alondras que se desgañitan diciendo su júbilo, desde una nube, a la vasta llanura. El canto es el eco de la liturgia. Un alma misma nos informa. El misterio central de la Pascua sigue derramando su claridad; pero estamos bajo el presentimiento de que ese Cristo victorioso va a dejar pronto nuestra tierra. La Ascensión se aproxima, y la interrogación dolorida del poeta: "Y dejas, Pastor santo..." parece palpitar igualmente en los labios de la Iglesia. "Un poco más -dice el Evangelio de este tercer domingo de Pascua-, y ya no me veréis, y luego un poco más, y me veréis de nuevo, porque me voy al Padre." Palabras llenas de misterio, de sugerencias y de inefables consuelos. Son parte de aquel admirable discurso que siguió a la última cena, y que solo nos ha conservado San Juan. La noche avanzaba: era la noche anterior al 14 de nisán, la noche de la traición y del primer banquete eucarístico. Jesús sale del Cenáculo rodeado de sus discípulos. La luna llena, que ha traído las fiestas de Pascua, ilumina las calles tortuosas de la Ciudad Santa. Los Doce caminan tristes, pensativos, silenciosos, esforzándose por recoger el gesto, la mirada, la voz de su Maestro. Aquella declaración: "Un poco más, y ya no me veréis", les ha llenado de turbación. Una parte de los Doce discute a la espalda de Jesús el verdadero sentido de aquellas palabras, y, por más vueltas que les dan, no aciertan a explicarlas, desorientados por su falso concepto del reinado del Mesías. Jesús advierte la controversia, y oye que uno de los interlocutores dice desconcertado: "No sabemos que habla." Esto le mueve a explicarse, ampliando su pensamiento y desarrollando una doctrina de un valor eterno y universal. Tal vez en este momento atraviesa la calle un grupo de peregrinos, alegres ya con la festividad del día siguiente; tal vez era el instante en que pasaban junto al Templo, cuyos pórticos y corredores aparecían iluminados por torrentes de luz y animados por el ir y venir de sacerdotes y levitas, que limpiaban y adornaban los atrios, preparaban los vasos de bronce y las ánforas de Tiro y tendían tapices y guirnaldas. Entre este aire de fiesta, en medio de este ambiente, precursor de regocijos populares, pasa el pequeño grupo, agobiado por la tristeza. El contraste acaba de perturbar los corazones. En los ojos de sus discípulos, Jesús parece leer estas palabras: "¡Qué triste va a ser nuestra Pascua!" Ya a lo que habían dicho en su discusión, y a lo que no osaban decir, contesta con una frase que, aun aclarando la anterior, encierra un nuevo misterio: "En verdad, en verdad os digo que vosotros llorareis y sollozareis, mientras que el mundo se gozará."
Es un consuelo extraño. A la pesadumbre de aquel momento seguirán otras pesadumbres. Poco antes ha hablado de persecuciones; ahora habla de sollozos; y no piensa solo en los Doce que le escuchan, sino que su mirada se extiende a todos los siglos, a todas las almas que habían de creer en El. Aquí, tristeza, lucha, dolor; mas allá la tristeza se convertirá en gozo." Aunque la religión de Cristo no fuese lo que es, habría que admirarla y abrazarla por este mismo hecho de haber colocado el objeto de la vida fuera de la vida, mas allá de la vida, en una nueva vida. ¿Qué arriesgáis creyendo en ella? -preguntaba Pascal-. Un momento de dominio de ti mismo, por una eternidad feliz; y eso practicando, mientras llega la muerte, y para prepararte a ella, todas las virtudes que dan el valor a la sociedad de los hombres."
El que, necio o cobarde, crea arriesgar el mezquino capital de su esfuerzo, tiene una espléndida garantía en ese mismo dolor, condición necesaria del gozo "que nadie nos podrá arrebatar". La tristeza es un motivo para creer; la persecución, una razón para esperar. Si lloramos, es que se está cumpliendo la primera parte de la palabra de Cristo; un poco de tiempo más, y se cumplirá la otra mitad. En nuestro camino encontraremos odios, asechanzas, intrigas, contradicciones. Nada de eso debe hacernos vacilar. ¿Por qué? Porque todo estaba previsto, y, además, porque el ser perseguido significa vitalidad. Si llegásemos a dudar de la grandeza de nuestra causa, esos mismos ataques bastarían para serenarnos. ¿Se nos persigue? Prueba evidente de que existimos. De lo contrario, no se acordarían de nosotros. Condición de vida, la lucha es también su prueba. La paz en este mundo tiene mucho parecido con la muerte. Sin adversarios no manifestaría la vida. Así comprendida, la palabra de Cristo es profundamente consoladora. No os importe, parece decir, la lucha, que precede la victoria; ni el llanto, que es riego fecundo del árbol de la bienaventuranza; ni la persecución, que pone al descubierto el ímpetu vital de vuestro ser. Si tenéis enemigos que os combaten con encarnizamiento, enhorabuena: es que sois una fuerza que no se puede ignorar ni despreciar. Vuestro número, vuestras ideas, vuestras doctrinas, vuestra organización, vuestra audacia, vuestra grandeza, tienen la virtud de despertar envidias, de levantar rivalidades, de unir contra vosotros enemigos irreconciliables. Desconfiad el día en que os acaricien; temblad cuando os traten con indiferencia; si os hacen llorar, tened esperanza, porque el gozo que no acaba se acerca para vosotros.
Estas palabras son las que han fortalecido a la Iglesia de Dios en su lucha secular. Nacida en las persecuciones, robustecida en las herejías, consolidada en las controversias y en la sangre, sabe que no puede fallar la promesa de su Fundador; vive luchando, y lucha en la serenidad de la esperanza, oprimida siempre y siempre victoriosa, aguardando sin impaciencias que pase este poco tiempo, que, como dice San Agustín, "es el espacio del siglo que vuela".