22 DE MAYO
SANTA RITA DE CASIA
VIUDA Y RELIGIOSA (1381-1547)
A poética región italiana de la Umbría —dilettosa Umbria verde, que cantó el vate— sobre todas sus bellezas naturales y artísticas, sobre las fúlgidas páginas de su historia, sobre su pompa heráldica, ostenta esta divina leyenda: Umbría, madre de Santos.
Y lo ha sido. Ahí están para decir que sí: Benito y Escolástica de Nursia, Inés, Clara y Francisco de Asís, Ángela de Foligno, Clara de Montefalco, Rita de Casia…
¡Rita de Casia! Pocos Santos han visto en nuestros días extenderse su culto de una manera tan rápida y maravillosa como esta humilde religiosa agustina. Canonizada solemnemente por León XIII el 24 de mayo de 1900, es hoy enaltecida en toda la Iglesia, y nominada, por sus continuas y sorprendentes manifestaciones taumatúrgicas, Abogada de los imposibles.
Dos bellas localidades umbras comparten esta gloria: Roccaporena, su aldea nativa, y Casia, la villa que, testigo de su heroica virtud, ha merecido ser llamada su segunda patria.
Varios prodigios ilustran la infancia de Rita, siendo el primero y principal su milagrosa concepción, con que Dios premia las oraciones de sus cristianos padres, Antonio y Amada Mancini. Desde la cuna —cuna feliz y aristocrática— da señales de una bondad precoz. Y, como el Patriarca de Asís, comprende en seguida el lenguaje de las criaturas y se inspira en todas ellas para elevar al cielo su inocente y plácida canción. Lo que su vida será cuando mayor, lo es ya desde la infancia: una cuerda tensa, entre Dios y su alma, cuyas vibraciones más armoniosas se producen en el silencio de la estancia solitaria prematura celda clausurada — cuando medita la pasión del Señor.
La juventud le ha salido al encuentro con sus sonrisas y quimeras. Han madurado ya los días en que una doncella debe tomar estado. Pero ¿dónde la quiere Dios? Por gracia y por naturaleza, Rita siente la atracción del claustro: es su único sueño de felicidad. Sin embargo, ¡qué otros son los planes de la divina Providencia! Habrá de santificarse, santificando todos los estados, llevando a todas partes la luz de su ejemplo y el aroma de su virtud. Mujer de excepción, será modelo de esposa, madre, viuda y monja.
El matrimonio con Pablo Fernando de Roccaporena, señala en su camino el principio de una áspera ascensión. Pablo es un carácter atrabiliario —verdadero hijo de la Umbría ardiente—, para quien no hay más ley que su capricho. Rita —Santa Rita— comprende luego su misión: callar, sufrir, rezar. Y ajustando su conducta a este programa sublime de abnegación, logra, con la conversión de su esposo, traer al hogar la paz y la alegría; alegría y paz que el Cielo aumenta al concederle dos retoños gemelos.
Pronto sobreviene una nueva tragedia sobre el castillo familiar: Pablo Fernando cae asesinado, víctima de sus pasados arrebatos. Rita, heroica en el sacrificio, sabe serlo también en el perdón: viendo que en el corazón de sus hijos ha nacido la negra flor de la venganza, pide al Señor que se los lleve, y el Señor atiende su súplica.
Sola. Ha quedado sola. Sola y desolada. ¿Cómo llenar el vacío inmenso que siente en el alma? Con lágrimas, con penitencias, con oraciones, con visitas a las iglesias, con la contemplación solitaria. Meditando en el silencio de su acerbo martirio, retoña poco a poco en su corazón la vocación divina, sueño de su infancia. Pero el dolor sigue siendo su amigo fiel. Tres veces llama a las puertas del convento de las Agustinas de la Magdalena —en Casia— y tres veces oye la misma repulsa. Al fin, interviene el Cielo. Una noche se le aparecen San Juan Bautista, San Agustín y San Nicolás de Tolentino y, tomándola en volandas, la introducen prodigiosamente en el monasterio. Rita, ante la voluntad expresa de Dios, es admitida entre las religiosas, profesando este mismo año, que es el 1417. Por espacio de cuarenta, va a recorrer el camino de la perfección, hasta tocar el vértice de la más sublime santidad.
Primero, la vía áspera, el ascetismo seco: por su parte, la humildad terrera, el amor delirante a la pobreza, la caridad de fuego, el ayuno, el cilicio, la vigilia... y la obediencia. ¡Oh, la obediencia! La Priora le manda regar un sarmiento seco. Rita cumple religiosamente la orden durante meses, y el palo reverdece. Aún vive la parra milagrosa.
Por parte de los demás, las pruebas duras, las miradas desconfiadas, las sonrisas burlonas. Por parte del demonio y de la carne, solicitaciones, inquietudes, torturas de espíritu, que ella combate aplicando a la mano una candela encendida. Por parte del Divino Esposo, la prueba del amor por el dolor. A fuerza de místicos besos le nace en la frente una llaga repugnante y hedionda, verdadero nido de gusanos. Si alguien le insinúa desalojar los parásitos que corren por su rostro, responde sonriente: «Dejadlos, son mis angelitos». Por la puerta de esta llaga va a entrar en el cielo...
Al llegar la hora del premio, Jesús siembra de estrellas —de visiones, de consuelos, de milagros— el calvario de su apasionada amante. En el jardín del convento nacen una rosa y dos higos, en medio del invierno, para satisfacer sus antojos de enferma. A su muerte, la celda se ilumina y las campanas repican solas a gloria. Todavía se puede admirar la perenne maravilla de su cuerpo intacto en el monasterio de la Magdalena de Casia.