08 DE MAYO
SAN ACACIO DE BIZANCIO
SOLDADO Y MÁRTIR (+HACIA EL 306)
OTRA página de las Actas de los Mártires que parece un capítulo de la mitología. La escena tiene lugar en Heraclea de Tracia —la actual Selibia o Silivri—, no lejos de Constantinopla. El protagonista es el centurión Acacio, que acaba de llegar de Capadocia para ser juzgado por un tribunal militar. Lo envía el gobernador Flavio Firmo; y su delito consiste en llamarse cristiano.
El oficial Bibiano preside como juez: —¿Tu nombre y patria?
—Me llamo Acacio y soy nativo de Capadocia.
—Ya que así te nombran —Akakios, en griego, significa exento de malicia—, ¿por qué has desobedecido a los adivinos Emperadores»?
—Ya lo he declarado en Capadocia: porque soy cristiano y lo seré siempre. En cuanto a mi nombre, lo dignifico negando adoración a los demonios.
— ¿Ignoras que los edictos obligan a sacrificar, de grado o por fuerza?
—Lo sé; pero un soldado de Cristo no puede dar culto al diablo. Aquí está mi cuerpo: haz con él lo que quieras, Te participo, por el honor de este nombre que tú invocas, que mi decisión es irrevocable.
—Insolente —grita el tirano al oír esta viril confesión— hubiera debido ya atormentarte, y si no lo he hecho, ha sido en atención a tu juventud y grado militar; pero ahora veo que eres un miserable, indigno de piedad.
Y, dirigiéndose a los esbirros, prosigue diciendo:
— Plantad cuatro estacas en el suelo, atadle a ellas y flageladle la espalda y el vientre con nervios de buey.
Seis verdugos sin alma se encargan de cumplir la bárbara sentencia. Acacio no exhala un lamento. Su pecho torturado demuestra a las claras la entereza de su corazón. Y mientras sus labios, contraídos por el dolor, musitan una plegaria, va tejiendo la corona de su victoria con hilos de sangre heroica...
Termina el suplicio y el sádico juez interpela de nuevo al Mártir:
— ¿Sacrificarás ahora, desgraciado?
—Ni ahora ni nunca, con la fortaleza de Cristo.
La escena cobra por momentos emoción de tragedia. Bibiano, enfierecido, manda romperle la mandíbula a golpes de maza y encerrarlo luego en un calabozo infecto. Así, más muerto que vivo, pasa una semana entera sin que nadie se acuerde de él.
Ínterin, Bibiano recibe orden de trasladarse a Constantinopla. El centurión Acacio deberá acompañarle, para ser allí degollado.
La caminata es larga; pero el Mártir va alegre, jubiloso. Trozos de su carne pura quedan prendidos en las piedras de la áspera calzada que su sangre tiñe y perfuma. Con la sangre se le va la vida.
Sintiéndose desfallecer, ruega le sea permitido encomendarse a Dios. De rodillas en medio de los soldados, pide al Cielo —¡oh admirable ejemplo de valor Y de fe!— que le envíe su ángel y le dé fuerzas para llegar a la Ciudad en donde públicamente pueda confesar a Cristo. En el mismo instante, se oye una voz misteriosa que le dice:
— Acacio, sé esforzado y valiente.
Los de la escolta, al escuchar estas celestiales palabras, se preguntan atónitos: «¿Es que las nubes hablan? D. El Santo les explica el prodigio. Algunos se convierten.
Con la ayuda del Cielo ha podido llegar a Bizancio —Constantinopla— Aquí, tras nueva confesión y nueva flagelación en presencia de Bibiano, que está hecho una hiena porque le han fallado los cálculos, Acacio comparece ante el tribunal supremo. Ahora preside Flaccino Flaco, procónsul de la provincia llamada de Europa o Tracia. Revisado el proceso, el Presidente —esta actitud revela al hombre sin entrañas—, se asombra de que el soldado capadocio esté todavía con ida:
— ¡Cómo! —exclama— ¿aún vive este villano?
Y apostrofa violentamente al oficial por no haberle dado muerte desde el momento en que rehusó obedecer los edictos de los adivinos Emperadores». Luego, sin dignarse hablar siquiera con el Mártir, le condena a morir degollado.
Acacio —¡el hombre sin malicia!— acoge jubiloso esta sentencia, cuya ejecución pondrá sobre sus sienes la corona del martirio y en sus manos inocentes la palma de una victoria eterna. ¡Al fin, ha llegado la hora soñada de dar la vida por Cristo!
Lo llevan, al efecto, extramuros de la Ciudad, junto al puente de Stavrión —sito en el barrio de Zeugma—, y no lejos de la puerta Un Kapan Kapussi. Acaso el moderno Ayasma Kapussi sea una reminiscencia histórica de este lugar venerado. El sangriento epílogo es breve, pero sublime: una plegaria, un golpe de espada... y la ilusión más bella de una vida se hace espléndida realidad en el cielo. Es, muy probablemente, el 8 de rnayo del 306.
Su cuerpo, recogido y sepultado piadosamente por los fieles de Constantinopla en el mismo barrio de Zeugma, fue más tarde transportado de manera milagrosa a la playa de Esquilache —en Calabria—, donde se le tiene por Patrón desde hace varios siglos.
El culto de San Acacio ha sido siempre muy popular, lo mismo en Oriente que en Occidente, y su nombre aparece el 7 o el 8 de mayo, no sólo en los menologios griegos, sino en los calendarios siríacos y armenios. En España se le tributa también veneración especial. Las iglesias de Ávila y Cuenca poseen reliquias de San Acacio de Bizancio.