lunes, 26 de mayo de 2025

27 DE MAYO. SAN BEDA EL VENERABLE, BENEDICTINO Y DOCTOR (673-735)

 


27 DE MAYO

SAN BEDA EL VENERABLE

BENEDICTINO Y DOCTOR (673-735)

EL monaquismo inglés le cabe el honor de reavivar la antorcha del saber eclesiástico, cuando en el firmamento medieval se extinguen las grandes lumbreras, significadamente las españolas. Desaparecidos los Leandros, los Isidoros, los Braulios y los Ildefonfonsos, surge en Inglaterra una nueva y magnífica florescencia cristiana, cuyo más genuino representante es un monje del monasterio de Wearmouth-Yarrow: San Beda el Venerable.

San Bonifacio le llama «luminar de la Iglesia»; el Concilio de Aquisgrán, «Doctor admirable»; Alcuino, «el más noble Doctor de su siglo». La voz popular lo bautiza en vida con el título de «Venerable». La Iglesia añadirá los de «Santo» y «Doctor universal»...

Este doctísimo varón nos ha dejado en la Historia gentis Anglorum —su obra predilecta— una breve reseña autobiográfica, de la que transcribimos algunos párrafos:

«Yo, Beda, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de San Pedro y San Pablo, de Wearmouth y Yarrow, he compuesto con la ayuda de Dios esta Historia... Nací en el pueblo de dicho monasterio, y cuando no tenía más que siete años, mis padres me pusieron bajo la dirección del abad Benito Biscop. A los diecinueve fui ordenado de diácono y a los treinta de sacerdote. Ambas órdenes sagradas las recibí de manos del obispo Juan de Beverley...

»Desde entonces he vivido siempre en el claustro, repartiendo el tiempo entre el estudio de las Sagradas Escrituras, la observancia de la disciplina monástica y la carga diaria de cantar en la iglesia. Todas mis delicias han sido aprender, enseñar y escribir»...

Esta ligera noticia, al par que nos ilustra, destaca el perfil del hombre, del sabio y del santo, y define una línea de conducta que nosotros concretamos en dos palabras, cifra de toda santidad: oración y trabajo. Es decir: que, a una ciencia verdaderamente admirable y enciclopédica, une Beda en todo momento la austera virtud de una observancia estricta; porque cumple a la letra la regla que San Agustín da a todo buen monje: «Buscad lo eterno en lo temporal, y en lo visible, aquello que está sobre nosotros». Cierto que ama la ciencia con delirio, pero su corazón y su alma son como un cielo iluminado por los esplendores de la única verdad sustancial: Dios. Al conocimiento sabe juntar el amor. Ésta es su gran sabiduría.

Ved la bella y reveladora plegaria que deja escrita en uno de sus más célebres tratados:

«¡Oh, Jesús amante, que te has dignado abrevar mi alma en las ondas suaves de la ciencia, concédeme la gracia de hacerme llegar un día hasta Ti, que eres la fuente de la sabiduría, y no permitas que me vea defraudado para siempre de tu divino rostro!»

Beda pasa casi toda la vida en la abadía de Yarrow, colonia de la celebérrima de Wearmouth. En esta abadía oye las sabias lecciones del monje Tumberto, y aprende también las normas del canto gregoriano de labios de un discípulo de San Gregorio, llamado Juan, chantre de San Pedro de Roma, que viene a Yarrow a ruegos del abad Benito Biscop. En breve tiempo recorre el joven y piadoso estudiante todo el ciclo de las letras sagradas y profanas, así como el de las virtudes.

Ahora el discípulo ha pasado a ser maestro: un maestro consumado, «más fácil de admirar que de alabar dignamente». Sus dotes para el estudio son asombrosas. Nada se le resiste. Sabe griego y hebreo, nos advierte el Martirologio Romano como suprema alabanza. «El ánimo se suspende de admiración cuando considera hasta qué punto reúne en sí este hombre todas las ciencias», dice Juan de Beverley. De su pluma —fuente inagotable— salen tratados de geografía, de cosmografía, de aritmética, de historia, de teología y filosofía, de música, de física, de hagiografía y de versificación. Todo lo abarca su genio poderosamente creador. En sus escritos espirituales aletea un perfume de poesía y sencillez que fascina. Y en todas sus obras dominan la claridad, el amor patente a la verdad y el tono elevado de unción. No es un «dilettante» de la ciencia. Su ideario es enteramente apostólico. «No quiero —dice— que mis hijos se alimenten con mentiras, ni que se entreguen a trabajos estériles». O bien: «Daos prisa para aprender, pues mi Creador no va a tardar mucho en llamarme». Aparte su Historia Eclesiástica, destacamos su Correspondencia y Homilías, donde a las íntimas efusiones del alma se asocia una inquietud divina...

Los últimos momentos de Beda —relatados por su fiel discípulo, Gutberto— son de una emotividad única. Ya enfermo de muerte, emprende la versión del Evangelio de San Juan a la lengua vernácula. La víspera de su partida —25 de mayo de 735—, Gutberto se le acerca tímidamente:

—Padre amantísimo, ¿os molestaría hablar un poco? Falta sólo un capítulo. — No, hijo mío —responde Beda— Corta la pluma y escribe ligero.

— Todavía un versículo, mi querido Maestro.

— Escríbelo, pues.

— Gracias, Padre, ¡ya está acabado!

— Dices bien —concluye el Santo beatíficamente— acabado está todo.

Y en seguida, echado en el suelo y vueltos los ojos al santuario, empezó a cantar: «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo»...

Y se fue a terminar en el cielo la bella doxología interrumpida en sus labios por el ángel de la muerte...