miércoles, 28 de mayo de 2025

29 DE MAYO. SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZIS, VIRGEN CARMELITANA (1566-1607)



29 DE MAYO

SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZIS

VIRGEN CARMELITANA (1566-1607)

AÑO 1582

El sol de Teresa —la mística del «muero porque no muero»— se pone en Alba de Tormes. En Florencia apunta un nuevo sol: María Magdalena de Pazzis —la mística del «padecer y no morir».

Tras el invierno, la primavera llega... Dios no quiere que el astro de la Mística Doctora se apague en el ígneo horizonte de su muerte de amor.

Otra virgen carmelitana — María

Magdalena— seguirá su línea luminosa... Estamos ante una de las figuras cumbre del misticismo católico.

Florencia —cuna de esta Flor carmelitana— le da un magnífico palacio para nacer, en la calle del Procónsul: el palacio de los Pazzis, los poderosos señores que, en el siglo XV, disputan la primacía a los Médicis. Todavía puede admirar al turista en el patio de la regia mansión, el escudo de armas labrado por Donatello.

En la infancia de Catalina —tal es su nombre de pila — todo parece prodigioso: su odio a los juegos, su elevada oración, su desdén por las cosas de la tierra, su ansia de sufrir, su caridad, su modestia, su amor a Jesús en la Eucaristía... Conoce por el olfato cuándo comulga su madre.

— ¿Qué haces, hijita? — le pregunta Doña María Lorenza Blodelmonti.

—Te estoy oliendo, mamá.

— ¿Y a qué huelo, hija mía?

— ¡A Jesucristo!

Catalina, por notable privilegio, hace su Primera Comunión a los diez años. Tres meses después, inspirada por Dios, pronuncia el voto de virginidad. El mismo día aparece en uno de sus dedos un anillo misterioso, prenda de la alianza que acaba de contraer con el Esposo divino. El 14 de agosto de 1582 —Santa Teresa muere el 4 de octubre— Catalina atraviesa el umbral del convento de Santa María de los Ángeles, para no salir más de él. Medio año después viste el hábito religioso y cambia su nombre por el de María Magdalena. Y el 27 de mayo de 1584 —dieciocho primaveras en flor ofrenda a Dios el tesoro de su hermosa existencia sobre el ara santa de la Profesión. Su paso por el mundo ha sido tan tenue como un murmullo de alas: paso de ángel, sólo perceptible a los oídos de los pobres que conocieron la caricia de sus manos trémulas de caridad.

Si la vida de Catalina de Pazzis pudo parecer milagrosa, la de Sor María Magdalena va a serlo realmente. Se diría que el Espíritu Santo quiere hacer gala de sus dones en esta criatura privilegiada de corazón de cristal. Jesús —el divino Estratega de las almas—, por su parte, se complace en encaminarla por las vías más sublimes de la mística, envolviéndola ya desde el noviciado en esa nube misteriosa en la que se manifiesta a sus predilectos. Leyendo el libro de las Revelaciones de la Santa —escrito por obediencia, y aprobado por la autoridad eclesiástica— se entrevé fácilmente el plan divino y se vislumbran también las deliciosas reconditeces de esta existencia, perdida en Dios.

Transcurridos los primeros consuelos —el año de noviciado y el siguiente se los pasa en éxtasis— el terror de la tiniebla mística la invade por completo: aridez desértica, ataxia espiritual, ceguera de inteligencia, atascamiento de corazón y amargura de espíritu. Durante cinco años el cielo se le vuelve de piedra. Su existencia adquiere tonos de espantoso dramatismo. Cree hallarse sumergida en una caverna oscura de la que salen ayes lastimeros, rugidos de fieras, olor de azufre, fuego y voces infernales. Luego, el crisol de las tentaciones. El diablo le sugiere horribles blasfemias, dudas en la fe, pensamientos de desesperación, y azota su carne con el látigo encendido de la concupiscencia. ¿Qué hace en tanto la Santa?

Luchar. Ha comprendido que su misión en la tierra es acompañar a Cristo, inmolarse, vivir clavada en la cruz, ser alma reparadora. Esta idea de expiación la sustenta. Y sigue trabajando la tierra seca, sin esperanza de fruto. De tal forma se identifica con el dolor, que llega a plasmar su sentir en este lema escalofriante: pati, non mori, padecer y no morir, enmendando la plana a Santa Teresa.

Su alma quedó limpia como el sol. Junto al rosal maravilloso de su santidad, florecen entonces —en lluvia bienhechora— cinco gracias singularísimas: los estigmas, la corona de espinas, los místicos desposorios, la entrega del Corazón de Jesús y la participación de la pureza divina. «El Señor me desposa en la dulzura de su amor» — dice la Santa conmovida—. Este amor es a veces tan intenso, que le arranca expresiones frenéticas: «¡Oh, Amor, Amor, Tú me haces morir de amor! ¿Sabéis? Está loco; le ha vuelto loco el amor; es todo amor, solo amor, este mi hermoso, mi amable, mi gracioso, mi poderoso, mi inefable, mi adorable Jesús».

El Amor regala a su apasionada amante con éxtasis y deliquios inefables, con dones de lágrimas, profecías y milagros. Devuelve la salud a los enfermos, lee en los corazones —sobre todo, siendo maestra de novicias — y multiplica las provisiones del convento. Al cardenal Octavio dé Médicis —futuro León XI— le anuncia su exaltación al pontificado, y en 1600 conoce por revelación la gloria celestial de Luis Gonzaga. Tiene, por fin, prenuncio de su propia muerte, que recibe con alegría angélica un 25 de mayo del año 1607.

Aquella primavera iba a florecer en el cielo.