viernes, 23 de mayo de 2025

24 DE MAYO. BEATO JUAN DE PRADO, FRANCISCANO Y MÁRTIR (1560-1631)

 


24 DE MAYO

BEATO JUAN DE PRADO

FRANCISCANO Y MÁRTIR (1560-1631)

A los árboles se los conoce por sus frutos. A los hombres también. Por la magna labor cristianizadora realizada en África, conocemos el temple épico de la «Frailía», como llaman los moros —en tono invariablemente encomiástico— a los seráficos Frailes Menores. Lo mismo de los enviados por el propio San Francisco desde el recién fundado Colegio de Misioneros para Tierra Santa y Marruecos —en Compostela—, como de los Protomártires del Mogreb, o de aquellos que, en levas sucesivas, sabrán poner mar chamo de sangre y de fe a la ardua tarea misional en África, tales que el Padre Juan de Prado...

Nace este excelso Misionero —hijo único de los nobles Sancho de Prado e Isabel de Armenzón— en un pueblecito de la Provincia leonesa, llamado Mogrovejo, hacia el año 1560. Huérfano a poco de nacer, queda bajo la tutela de un tío suyo —el arcipreste de Vega Corveja—, quien muy temprano lo envía a León para que se instruya en las primeras letras, trasladándole después a Salamanca. En la célebre Universidad castellana no tiene otros amigos y entretenimientos que los libros. Entre ellos vive feliz. Pero, un gran día —el 17 de noviembre de 1584—, se abre su vida a nuevos derroteros al vestir el hábito franciscano en la Provincia de San Gabriel. Si hasta la fecha no ha vivido más que entre los libros y para los libros, en lo sucesivo será él mismo un libro abierto donde todos podrán leer a Jesucristo.

El sacerdocio encendió en el alma de Fray Juan la dura vocación misionera. Repetidas veces solicita de sus Superiores pasar a las Misiones de África o América y otras tantas se lo deniegan, considerando que un elemento talentudo y santo como él es poco menos que indispensable en la Provincia. Y no se equivocan al juzgar así... Seis veces lo nombran Guardián en diversos conventos, una Maestro de Novicios, otra Definidor y, en 1620, lo instituyen Ministro de la nueva Provincia de San Diego de Andalucía. Y siempre con aplauso de todos, menos del propio interesado, cuya voluntad hay que quebrantar con preceptos formales de santa obediencia.

Si, súbdito, cumple como religioso ejemplarísimo, superior, se desvive por el bien espiritual y temporal de sus subordinados, siendo en todo momento dechado de austeridad, oración y celo: un celo que le abrasa el alma en ansias de martirio. Durante su provincialato funda una nueva Misión en Marruecos, y sigue manifestando periódicamente su deseo de ir allá en persona, sin que las reiteradas negativas logren marchitar la flor de su esperanza.

Al cabo, en 1630, el dedo del papa Urbano —es decir, el dedo de Dios— lo señala para una misión delicadísima. El Pontífice ha ido más lejos de lo que soñara la humildad de Juan. No sólo le permite pasar a Marruecos, más le confiere el título de Prefecto Apostólico, con amplias facultades. El horizonte que se abre ante él es casi infinito, difícil de aquistar. Pero Juan satisfará las esperanzas de todos, dando nuevo lustre a la Religión y trazando caminos de grandeza para la Patria...

Helo ya en Marruecos. Trae por compañeros al Padre Matías de San Francisco y a Fray Ginés de Ocaña. Y en el alma, por divisa, el duro dilema de caballeros y cruzados: «Salir con bien o morir en la demanda».

Acomete con brío lo difícil. Intenta lo imposible. Muestra un señorío absoluto sobre el dolor. Despliega un celo superior a todo encarecimiento. A la ímproba labor del apostolado se juntan otras dificultades de carácter más bien político, inherentes a su idea de establecer a toda costa una Misión en la misma Capital del Imperio musulmán. Las cartas y salvoconductos que le diera el Duque de Medina Sidonia para Muley el-Malek de nada valen, pues el Sultán acaba de ser asesinado por su hermano, Muley-el-Valid, y éste, además de negarse a aceptar unos documentos que no han sido dirigidos a él, conmina al Misionero a salir inmediatamente de sus Estados, bajo pena capital. Juan de Prado no se arredra por tan poca cosa. i Qué dicha la suya si muriera mártir de la Fe! Oculto, pues, en casa del almocadén Manuel Álvarez, mientras cavila nuevas estratagemas, predica, redime cautivos, rescata renegados, imparte los divinos misterios... Es feliz.

Un infame le delata. Tras la delación, la acusación y el encarcelamiento. El Santo entona el Te Deum, besa las cadenas y exclama:

— «¡Dios mío, ahora veo cuánto me amáis!

Y cuando el tirano, después de cuarenta días de sufrimientos horribles, le llama a su presencia para brindarle sus favores a trueque de renegar:

— «Sesenta años ha que sirvo al Señor —le responde animoso—. ¿No te parece insensato abandonarle cuando voy a recibir la corona? Cállate, cállate: Mahoma os precipitará a todos en el infierno».

La respuesta fue un martirio prolongado y cruel, sostenido por milagro más allá de lo que la naturaleza puede resistir. La hoguera, al robarle el hálito de vida que le habían dejado las saetas clavadas en su carne como trofeos de victoria, coronó su frente con nimbo celestial el 24 de mayo de 1631. Benedicto XIII lo beatificó en el año 1728.

Las venerandas reliquias de Juan de Prado, conservadas en el Colegio Misional de Compostela, siguen siendo consigna y ejemplo para cuantos, como él, aspiran a ganar las cumbres por caminos ásperos...