13 DE MAYO
SAN ROBERTO BELARMINO
CARDENAL Y DOCTOR (1542-1621)
EL día 4 de octubre de 1542, la noble e histórica villa de Montepulciano inscribe en el pergamino de sus glorias un nombre insigne: Roberto Francisco Rómulo —hijo del gentilhombre Vicente Belarmino y de Cintia Cervini, hermana del papa Marcelo II—, religioso jesuita, Arzobispo y Cardenal, teólogo y controversista incomparable, fúlgido espejo de cuantos han consagrado ingenio y corazón, palabra y pluma, a la defensa de la verdad, al servicio del Papado, al bien de las almas y a la gloria de Dios.
Roberto se revela a los tres años. Por mejor decir, lo revela el Cielo una mañana cualquiera de 1545. Aquel día, doña Cintia lo había llevado consigo a la iglesia. El sol reía —siempre ríe el sol— en las amplias vidrieras policromas. Al atravesar un haz de luz, el niño se vio, de revente, vestido de púrpura. Era un fenómeno natural o, si queréis, un milagro de todos los días; pero a él le llamó la atención.
— Mira, mamá —gritó alborozado, señalando su vestido incendiado de sol— voy a ser Cardenal.
Y reparando luego en un fresco que representaba a los cuatro grandes Doctores de la Iglesia, añadió, con asombro de doña Cintia:
— ¿Ves esos cuatro Doctores, mamá? Un día estaré yo entre ellos.
Con esta deliciosa escena, doblemente profética, a la que algunos niegan carácter sobrenatural, la existencia de Roberto Belarmino toma cauces extraordinarios de santidad. Precozmente piadoso, repite a sus hermanitos los sermones que oye en la iglesia, enseña el catecismo a los hijos de los labriegos, reza el oficio de la Virgen y se entrega a ejercicios ascéticos impropios de la infancia.
A los trece años promueve sus estudios con los Jesuitas de Montepulciano, manifestando muy pronto poseer ese equilibrio de facultades humanas superiores, que caracteriza a los hombres excepcionales. Su ascendiente en el colegio llega a ser notabilísimo. Cada vez que Roberto ha de disertar en público, se oye el mismo comentario:
— Vamos a ver lo que nos dice ese ángel.
Don Vicente, su padre, echa cálculos por lo alto con paternal ambición. Y se queda corto. Dios va todavía más lejos, aunque por caminos muy distintos. Roberto no irá a la Universidad de Padua, sino al Colegio Romano, fundado por San Ignacio de Loyola. Ingresará en la Compañía de Jesús...
De su puño y letra, escribe don Vicente al General, Padre Laínez, en 1560: «Considerando que se debe a Dios lo que más se estima, he dado la bendición a mi hijo y lo he ofrecido a su divina Majestad». Rasgo generoso que DO queda sin recompensa: porque si Roberto trae a la religión el tesoro de sus dieciocho años, la flor de su inocencia bautismal y el talismán de su ingenio, Dios le da, en pago, más fúlgidas aureolas, aun a los ojos humanos. Tantas, que resulta casi imposible seguirle en su carrera triunfal de aciertos, a través de un apunte biográfico.
En 1567 lo hallamos en Florencia, al frente de una cátedra de Retórica. Nunca ha tenido buena salud, pero ahora se siente agotado. Se teme fundadamente por su vida. En tal trance, Roberto tiene un auténtico gesto de santo. Corre ante el sagrario y, con la sencillez de un niño:
— Señor —dice— ¡no quiero morir tan joven! ¡Todavía os quiero servir!
Dios premió su ingenua oración con una vida larga y hermosa.
En Lovaina triunfa apoteóticamente desde el púlpito y desde la cátedra. Hasta de Inglaterra y Holanda acuden a oír sus lecciones en la Universidad, o sus sermones en la iglesia de San Miguel.
En un momento en que los protestantes hacen objeto de almoneda los más sagrados valores del Catolicismo, Belarmino aparece como el abanderado de Dios: refuta los errores con argumentos irrebatibles, comenta magistralmente a Santo Tomás y vindica los derechos pontificios con una energía indomable. Su fama de santo y sabio recorre el Continente. Universidades y Prelados se lo disputan a porfía.
Gregorio XIII funda una cátedra de Polémica en el Colegio Romano, y se la da a Belarmino. Mejor palestra, ni soñada. Aquí su actividad no conoce límites: comentarios ascéticos, himnos, cartas, catecismos, etc., son campos en que trabaja con honra y fruto. Publicadas sus lecciones con el título de Controversias —Ingolstadt, 1586— obtiene un éxito editorial sin precedentes. Un librero protestante de Londres llega a decir: «Este jesuita me hace ganar más dinero que todos nuestros doctores juntos. Por este solo libro fue llamado por el papa Benedicto XIV Martillo de los herejes.
A partir de 1587 los cargos llueven sobre su persona. No es hipérbole: desempeña los de Rector, Director Espiritual, Provincial, Consultor, Legado y Arzobispo. Pero las dignidades no le deslumbran. Y cuando Clemente VIII le otorga el capelo cardenalicio «porque en la Iglesia no hay quien le iguale», Belarmino declara: «He nacido pobre gentilhombre; he vivido pobre religioso; quiero morir pobre Cardenal».
Y así fue. Retirado en San Andrés del Quirinal, pobre de espíritu y de cuerpo, viviendo sólo de esperanza, alcanzó a ver a Dios el 17 de septiembre de 1621; siendo inhumado su cuerpo junto al de su angelical discípulo Luis Gonzaga. Pío XI lo canonizó en 1924 y lo declaró Doctor de la Iglesia Universal.