domingo, 18 de mayo de 2025

PALABRAS DE CONFIANZA. Fray Justo Pérez de Urbel

 


CUARTO DOMINGO DE PASCUA

Palabras de confianza

Fray Justo Pérez de Urbel

 

 

Ya suena en nuestros oídos la palabra que nos llena de tristeza: ''Yo me voy." Desde el día de Navidad el eco de esa voz ha vibrado en el poema de la liturgia, llorando con nosotros, enseñando, curando, consolando, resucitando a los muertos, derramando el perdón, hablando de paz, destruyendo el dolor y la tristeza y alegrando los corazones con el anuncio de la Buena Nueva. Y ahora nos dice: "Yo me voy." Los Apóstoles temblaban al oír esta despedida unas horas antes de la Pasión, y su temblor parece conmover también nuestras almas. Pero nuestra turbación tiene un gran consuelo: el eco de aquella palabra seguirá vibrando en la tierra, atravesará los siglos, ha llegado hasta nosotros, y llegará hasta el fin del mundo. Además, "es conveniente que Yo me vaya", dice Jesús. Al marchar el Verbo, enviará el Espíritu Santo, el Paráclito, el Consolador, el enviado divino, "que procede del Padre y del Hijo", como cantamos en el Credo. "Toda gracia excelente, todo don perfecto -dice Santiago en la Epístola de este cuarto domingo del tiempo pascual-, son de arriba, y vienen del Padre de las luces, en el cual no hay cambio ni sombra de alteración."

Cristo debe desaparecer de la tierra, porque su presencia visible sería incompatible con la fe, que va a ser en el nuevo orden de cosas el principio de la justificación; pero el Paráclito va a descender sobre la tierra para fortalecer e iluminar a todos los que crean en El hasta el fin de los tiempos. El poderoso impulso del cual va a salir la Iglesia, será una obra de su actividad. Foco, centro, corazón y manantial del ideal cristiano y de la vida sobrenatural, Él hablará por la boca de los discípulos de Jesús, vencerá en los mártires, inflamará los corazones de los santos, mantendrá viva en el mundo aquel fuego que Jesús vino a traer a la tierra, fecundará la semilla prodigiosa del Evangelio, y mantendrá incólume la verdad revelada, en medio de los embates continuos de la prueba y del error. "Él -dice Cristo resumiendo su acción- argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio."

Estas palabras las pronunciaba un Hombre el mismo día en que iba a sufrir el suplicio de los esclavos, como un vulgar impostor, cuando los hombres le traicionan y abandonan, y su obra se eclipsa, y parece un pobre fracasado; anuncia el advenimiento de una fuerza nueva en el mundo, la presencia de un nuevo elemento que había de transformar las conciencias y poner un sello nuevo en la historia de la Humanidad. Ahora me juzgan digno de una cruz: pronto este acto será considerado coma la más grande iniquidad de los hombres. Ahora me tratan como a un impío que quiere destruir la ley de Moisés; pronto mi doctrina será mirada por los hombres como la justicia suprema. Ahora el príncipe de este mundo maquina mi muerte con odio infernal; pronto se le caerá la venda de los ojos, y verá que mi muerte ha sido fatal a su dominación. Y esta transformación, que creéis inverosímil, la realizara ese Espíritu de verdad, que será para vosotros el consuelo de mi ausencia.

El grueso Caifás habrá soltado la carcajada al oír el extraño vaticinio: "iUn sentenciado, que solo tiene un pequeño grupo de discípulos cobardes e ignorantes, y que, sin embargo, ve en su muerte el principio y la causa de una revolución mundial! Ya vemos cómo se cumplió la profecía; cómo se realizó aquella fermentación misteriosa del Espíritu Divino. No solo se ha mirado la ejecución del Gólgota como el crimen mayor de la Historia, sino que el concepto mismo de pecado, de justicia y de juicio se ha transformado en la conciencia humana. Hay una regla moral más pura, un metro más exacto de las acciones de los hombres y un tribunal insobornable; hay un instinto más fino de moralidad, una sensibilidad más exquisita del mal y del bien, un anhelo más ardiente de superación, una meta más elevada de perfección espiritual. Es el Paráclito, ese Espíritu que en el principio se cernía sabre las aguas, el que obra perennemente escondido en el organismo de la Iglesia, el que se apodera irresistiblemente de los amigos de Dios, el que ha renovado y transformado la tierra.

La antigüedad, ciertamente, conoció la ley moral escrita en el fondo de la conciencia; una ley que hablaba de justicia o de pecado, un tribunal que condenaba o absolvía, una voz que aprobaba o reprobaba. "No hago el bien que quiero, hago el mal que no quiero", decía el poeta latino; y mientras Jenofonte veía dentro de si dos almas opuestas, Platón consideraba la suya como arrastrada por dos corceles, de los cuales, el uno es noble y de fácil dirección, y el otro bravío, indómito, de malas mafias y ojos llameantes.

No obstante, lo mismo que Pilato, el hombre antiguo vivía bajo la angustia de la interrogación famosa: "¿Que es la verdad?" Ni con respecto a la divinidad, ni con respecto al alma, pudo dar una respuesta satisfactoria. El origen del hombre era para él un enigma, enigmas también la vida y la muerte; y si la voz del deber dejaba oír ecos débiles de justicia o de pecado, la filosofía de la mera casualidad o del destino inexorable, apagaba fácilmente los tímidos balbuceos de la naturaleza. Hombres que veneraban a dioses celosos y hostiles, que no admitían una Providencia viviente y personal, que se creían infaliblemente sujetos a la potencia del hado, debían encontrar imposible la conciliación de las ideas opuestas de libertad y necesidad, de mérito y demérito, de premio y de castigo; y, en consecuencia, ni el concepto de pecado, de la justicia y del juicio podía conservarse entre ellos en su pureza primitiva.

Fue el Espíritu enviado por Jesús el que vino a socorrer a la sabiduría humana, atascada en un abismo de errores, trazando con claridad las fronteras del bien y del mal, iluminando la vida, trazando al hombre un ideal puro y preciso y colocándole bajo la mirada bondadosa del Dios, que ha juzgado al príncipe de este mundo, pero que, con su perdón, donde había fealdad de pecado, pone resplandores de inocencia. Todo, ha quedado transformado, purificado, renovado; el mundo ha sido argüido en orden al pecado, a la justicia y al juicio. Ya no es posible la vacilación del héroe griego ante la encrucijada de los dos caminos simbólicos. En el corazón de la Humanidad se levanta un faro inextinguible. Hay un guía, un maestro, un instinto divino que no duerme, y cuya actividad es prenda de una renovación más perfecta.